ANÁLISIS JURÍDICO DEL TRATAMIENTO PENITENCIARIO

July 1, 2018 | Author: Anonymous | Category: Exámenes, Exámenes Universitarios, Derecho, Derecho Penal
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ANÁLISIS JURÍDICO DEL TRATAMIENTO PENITENCIARIO Manuel Fernando Moya Vargas

INTRODUCCIÓN

El derecho penal conforma el sistema teórico-práctico de administración de la función punitiva del estado. Así entendido, es constitutivo de una manifestación específica del poder sancionador que en tanto tal opera un método de control social (Bustos, 1983) manifiesto en la violencia con que el estado limita, disminuye o elimina bienes jurídicos de las personas vencidas en juicio (Hegel, 1999). Como mecanismo de protección jurídica basado en el castigo personal, se considera un método de justicia heterocompositiva que ocupa a la legislación internacional y a la nacional con similar determinación. Considerada como una de las máximas expresiones de agresión legítima contra los individuos, la función punitiva del estado surgió como sistema integrado por lo que actualmente se denomina programa constitucional de derecho penal (Ferrajolli, 1999), las leyes penales sustantivas y adjetivas, esto es el código penal y de procedimiento penal respectivamente los cuales en la actualidad corresponden a las leyes 599 de 2000, 600 de 2000 y 906 de 2004; junto con las disposiciones legales asociadas a la administración del castigo, o Ley 65 de 1993 y las resoluciones del INPEC que la desarrollan. La misma condición de violencia ejercida legítimamente sobre el cuerpo del condenado concita permanentemente la atención de las autoridades internacionales con potestad para referirse al control penal de los estados nacionales, y es en esta prospectiva que aparecieron en el escenario del bloque

de constitucionalidad las reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos (ONU 1957, 1977); el conjunto de Principios para la protección de todas las personas sometidas a cualquier forma de detención o prisión (ONU 1988); los Principios básicos para el tratamiento de los reclusos (ONU 1990); y, las Reglas de las Naciones Unidas para la protección de los menores privados de la libertad (ONU 1990). La fuerza vinculante de estas disposiciones surge de sus efectos en el bloque de constitucionalidad en cuanto genera derechos que no puede menos que reputarse de fundamentales para los reclusos. Por otra parte, de ser constitutivas de la doctrina internacional en la materia y, finalmente, porque el Comité de Derechos Humanos ha reconocido que constituyen un orientador determinante en la interpretación del Pacto (Comité de Derechos Humanos, 1997). Se dispone en consecuencia de dos marcos jurídicos esenciales, constituyentes del trasfondo legal del tratamiento penitenciario. Sin que se haya consagrado una relación de predominio de uno u otro orden, es el internacional el que ha echado las bases del orden normativo interno de los estados nacionales (Kelsen 1982, 1994), particularmente en cuanto hace a una visión fundada en el bloque de constitucionalidad, razón por la cual el análisis jurídico del tratamiento penitenciario aborda inicialmente los presupuestos internacionales, posteriormente los nacionales y, finalmente, a partir de una comparación de los dos órdenes, determina el nivel de proximidad o de alejamiento que registran. Para efectos del análisis se asumen las áreas temáticas determinantes en el servicio penitenciario, como son la dignidad humana de los internos y su relación con el tratamiento penitenciario, la naturaleza del régimen, el tratamiento

penitenciarios diferencial, las funciones de la pena, los fundamentos sistemáticos del tratamiento, el tratamiento penitenciario propiamente tal y el programa individual, así como el personal penitenciario. Estos temas se abordan desde el derecho internacional, y pasa en seguida a hacerse el análisis desde el derecho nacional, para finalmente realizar la comparación que permite determinar la proximidad o lejanía óntica y epistémica que registran los dos órdenes.

I. LA PERSPECTIVA INTERNACIONAL DEL TRATAMIENTO PENITENCIARIO Naciones Unidas empezó a ocuparse formalmente del tratamiento penitenciario a partir de 1957, año en el cual durante el Primer Congreso de Naciones Unidas sobre prevención del delito y tratamiento del delincuente celebrado en Ginebra, adoptó las denominadas Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos, mediante la Resolución 663C del 31 de julio de 1957. La cual fue posteriormente ratificada mediante la Resolución 2076 del 13 de mayo de 1977. Son estos los principios que se ocupan del tratamiento penitenciario propiamente dicho, si bien surgieron con posterioridad otros referidos a diversos aspectos, como los relacionados con las condiciones jurídicas de las personas privadas de la libertad. Así, mediante Resolución 43/173 del 9 de diciembre de 1988 se adoptó el conjunto de Principios para la protección de todas las personas sometidas a cualquier forma de detención o prisión, la cual se ocupa principalmente de los derechos jurídicos y de asistencia legal de los que participan las personas privadas de la libertad. En 1990 mediante Resolución 45/111 del 14 de diciembre de 1990 se adoptaron los principios básicos para el tratamiento de

los reclusos, los cuales coinciden esencialmente con el cuerpo de los principios adoptados en 1957 y 1977, aun cuando a diferencia de éstos erige la dignidad humana como fundamento del tratamiento penitenciario. Y, mediante Resolución 45/113 del mismo año, se adoptaron las Reglas de Naciones Unidas para la protección de Menores privados de la libertad. Las resoluciones pertinentes al tratamiento penitenciario propiamente tal, indican a los países miembros de la organización que, si bien no promueven la adopción de un método concreto de tratamiento penitenciario, puesto que ello hace parte del poder configurador de los estados nacionales, sí establece lo que se considera como el mínimo que deben observar al momento de constituirlo o adoptarlo para ser considerado internacionalmente aceptado. De manera que la observación de estas reglas resulta necesaria para alcanzar una necesaria legitimidad internacional del ejercicio de la función punitiva de los estados nacionales.

La dignidad humana como principio del tratamiento penitenciario Los principios plasmados en las Resoluciones de los años 1957 y 1977 no hicieron mención expresa a la dignidad humana como principio rector del tratamiento penitenciario, aún cuando son varios los principios que concursan a favor, como por ejemplo la proscripción de medios de coerción (ONU, 1957, 1977, prs. 33, 34 y 35) o los referidos al régimen disciplinario y sancionatorio (ONU, 1957, 1977, prs. 27, 28, 29, 30, 31 y 32). Sin embargo, la consagración expresa surgió inicialmente en 1988 como primer principio, Toda persona sometida a cualquier forma de detención o prisión será tratada humanamente y con el respeto

debido a la dignidad inherente al ser humano. Incluso proscribió cualquier forma de tortura, tratos o penas crueles inhumanas o degradantes (ONU, 1988, pr. 6), y si bien reiteró el tratamiento diferencial, hizo especial énfasis en las condiciones de las mujeres, las lactantes, embarazadas, niños, jóvenes, personas de edad avanzada, enfermos e impedidos, advirtiendo que sus especiales condiciones reclaman tratamiento penitenciario diferencial y que ello no conlleva formas de discriminación, incluyendo la posibilidad de verificación por parte de un juez u otra autoridad (ONU, 1988, pr. 5.2). A su turno, fueron proscritos el abuso de la situación de la persona detenida o presa para obligarla a confesar o declarar, así como el uso de cualquier forma de violencia o amenaza en desarrollo de los interrogatorios a que deba someterse (ONU, 1988, pr. 21). Por demás concluyó que ninguna persona privada de la libertad será sometida, ni siquiera con su consentimiento, a experimentos médicos o científicos que puedan resultar perjudiciales para su salud (ONU, 1988, pr. 22). Posteriormente se ocupó de reiterar la consagración de la dignidad humana en el tratamiento penitenciario la primera disposición de los Principios básicos para el tratamiento de los reclusos, mediante el cual se reitera lo dicho en 1988 acerca de la prohibición de formas de discriminación por cualquier motivo especialmente por razones de sexo, raza, color, idioma, religión, creencias, origen, posición o nacimiento; incluso, condicionó el tratamiento penitenciario al respeto a la religión y preceptos culturales del grupo al cual pertenezca el recluso, debiendo garantizar el ejercicio efectivo de los derechos atribuidos en virtud de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Pacto Internacional de Derechos

Civiles y Políticos y su Protocolo Facultativo, así como los demás derechos estipulados en cualquier otro instrumento de las Naciones Unidas, a no ser que resulte evidentemente necesario limitarlos por el hecho del encarcelamiento. Y en este contexto específico conviene mencionar que el mismo cuerpo deontológico indicó que se tratará de abolir o restringir el uso del aislamiento en celda de castigo como sanción disciplinaria y se alentará su abolición o restricción (ONU, 1990). Es preciso así mismo referir que el Comité de Derechos Humanos suscitó la Observación General 21, Trato Humano de las Personas Privadas de la Libertad (artículo 10), mediante la cual reiteró la vigencia de las disposiciones de Naciones Unidas asociadas con el principio de dignidad humana vinculadas al tratamiento penitenciario aquí referidas, e instó a los estados parte a dar estricto cumplimiento a las mismas, así como también previó aspectos formales de los informes que deben presentar a fin de establecer si se da cumplimiento a esta disposición en particular y a todas las restantes en general.

Naturaleza del régimen penitenciario En una concepción particular Naciones Unidas califica el régimen penitenciario como servicio social de gran importancia, a cuyo efecto las autoridades

penitenciarias

deben

implementar

todos

los

procedimientos

adecuados para ilustrar en ese sentido a la opinión pública (ONU, 1957, 1977, pr. 46.2). Esta visión jurídica del régimen conlleva efectos concretos en la medida que permite evaluarlo como un servicio público esencial y paralelo a los comúnmente identificados como tales, con todas las particularidades que la ley previó para los

mismos. Por otra parte, cabe preguntarse si constituiría un servicio público independiente o si por el contrario, hace parte integral del servicio público de la administración de justicia. Lo cierto es que se integra a éste en condición de mecanismo heterocompositivo de justicia, lo que reafirma la interdicción de la ejecución de castigos por personas u organizaciones privadas, y por consiguiente la ilicitud de cualquier forma de justicia de esta naturaleza. Específicamente la orden de ilustrar a la opinión pública en punto a los procedimientos penitenciarios, se explica en la concepción que sobre los fines de la pena incorporó Naciones Unidas pues, como se verá, derivó en que la función preventiva resulta ser la más significativa, aún por sobre la función resocializadora de los internos que, si bien hace parte del plexo óntico del tratamiento penitenciario, se subordina a la provocación del efecto disuasivo en la sociedad evitando así la generación de comportamientos punibles.

Tratamiento penitenciario diferencial. En tanto guía fundamental, parte de la constitución de lo que vendría a denominarse “tratamiento penitenciario diferencial”, entendiendo por tal que los internos están sujetos a un procesamiento penitenciario específico a cuyo efecto debe ser categorizados por las circunstancias precisamente señaladas, a saber, el sexo, la edad, antecedentes y los motivos de su privación de la libertad. Fuera de ello deben ser consideradas a fin de operar tratamientos separados en primer lugar el género, también la condición de procesados o condenados, es decir, si el internamiento se fundamenta en una orden provisional de aseguramiento de la persona procesada o, por el contrario, en una sentencia condenatoria. Así mismo,

la naturaleza civil o penal del delito. Y, finalmente, la condición de menores y de adultos. (ONU, 1957, 1977, 1988). Puede generar algún tipo de inquietud la distinción evidenciada entre delitos civiles y penales, la cual si bien existió no resulta hoy operativa ni recurrida más que para efectos históricos; fue ciertamente aplicada en el derecho romano (Mommsen, 1999), en la actualidad se prefiere referir la distinción entre delitos y contravenciones o, delitos graves y delitos comunes (ONU, Convención de Palermo, 2000). La distinción entre delitos civiles y delitos penales es típicamente romana. Ciertamente tanto el derecho romano arcaico como el clásico identificaron los delitos y los cuasidelitos como fuente de las obligaciones, considerando como tales el furtum nec manifestum, el furtum manifestum,el furtum conceptum y el furtum oblatum, el damnum y la iniuria. A diferencia de los crímenes, que fueron considerados como conductas particularmente graves sujetas a castigos penales tales como la inmersión en el Tíber, la decapitación, la crucifixión, la confiscación o la expulsión del territorio romano. Como ejemplos de crímenes se encuentran el parricidium, el fratricidium, el uxoricidium¸ la violencia sexual, los crímenes de alta traición como la prodocía (versión griega) o perduellio (versión latina), etc. Actualmente no se emplea tal distinción, máxime cuando la misma Constitución Política proscribió la prisión por deudas, significando que los daños civiles generan consecuencias exclusivamente patrimoniales, más no efectos personales como precisamente la prisión. Por su parte la Convención de Palermo de 2000, o Convención contra la Delincuencia Transnacional Organizada concluyó que por delito grave debía entenderse todos aquellos que previeran pena de prisión no inferior a cuatro años.

Muy concretamente el principio 63 (ONU, 1957, 1977) se ocupó del tema al reafirmar que el tratamiento se individualiza en función de un sistema flexible de clasificación de los reclusos por grupos, lo que a su vez demanda una taxonomía de presidios definida por las características de los grupos constituidos, de suerte que se prefiera la diferenciación de locales penitenciarios para los diversos grupos en los cuales se garanticen las condiciones de tratamiento que demanda cada uno. Por esta razón y si bien los establecimientos no pueden disponer de los mismos dispositivos de seguridad, el grado en que cada cual se constituya va a depender directamente de las características del grupo conformado; más no es

esta condición constitutiva de un óbice para que la organización de estados prefiera aquellos cuyos esquemas de seguridad que se basan en la autodisciplina de los reclusos o, los que carezcan de medios contra la evasión, justamente por considerarlos más apropiados para la rehabilitación del interno (ONU, 1957, 1977, pr. 63.3). En el principio 67 (ONU, 1957, 1977) se encuentran denominados los fines de la clasificación de conformidad a los siguientes enunciados: a) Separar a los reclusos que por su pasado criminal o mala disposición ejercerían una influencia nociva sobre los demás; b) Repartir a los reclusos en grupos a fin de facilitar el tratamiento encaminado a su readaptación social. La separación se opera mediante la generación de penitenciarías de distinto tipo o, mediante la sectorización de las que hubiere.

Funciones de la pena. Aún cuando Naciones Unidas no se adhiere a una de las escuelas consabidas de la teoría de la pena ni asume una particular posición respecto de las funciones de la misma, no es difícil advertir una muy íntima identidad de principios con la llamada escuela de la prevención general negativa (Bustos, 1983, 2005). En efecto, parte del hecho de admitir como necesaria la cualidad aflictiva de la pena, encuadrada en el efecto de aislar al recluso de la sociedad y por consiguiente, despojarlo de su derecho a disponer de su persona al privarle de su libertad, proscribiendo cualquier tentativa de agravar los sufrimientos inherentes a tal situación (ONU, 1957, 1977, Principio 57, Segunda Parte, A. Condenados).

Con tal presupuesto óntico señala en el principio 58 Ib. como fin y justificación de las penas la protección de la sociedad contra el crimen, lo cual se distingue como una manifestación particular en la concepción de los fines y justificación de las penas por parte de la organización, en tanto las escuelas refieren la protección de la sociedad con respecto al delincuente, no frente al delito; criterio que bien puede generar discusiones en punto a la coherencia de sus postulados. Efectivamente podría considerarse que si se busca proteger a la sociedad del crimen y no de la persona del delincuente, ¿por qué aislarlo cuando el delito como el agente que lo realiza al menos tiene una profunda explicación en la generación social, así que dónde buscar la solución, en la organización social misma o en sus individuos aislados? Por otra parte, si no son los individuos que realizan los delitos sino el fenómeno criminal mismo lo que busca enfrentarse mediante la pena, ¿Por qué es preciso aislar al individuo y, más que ello, de dónde deriva la urgencia de socializarlo acudiendo a la paradoja de aislarlo de la sociedad para que aprenda a vivir en ella? Naciones Unidas procura sin embargo anticiparse a este tipo de objeciones acudiendo a institutos como los que más adelante habrá oportunidad de describir.

El principio se completa al destacar que el tiempo de privación efectiva de la libertad está concebido para generar en el recluso el efecto de interiorizar el sentido de acatamiento de la ley, proveer a sus necesidades y generar competencias específicas para que “sea capaz de hacerlo”. La instrumentación del régimen penitenciario en la busca de este propósito concierne a la implementación de medios curativos, educativos, morales, espirituales y de cualquier otra naturaleza, tanto asistenciales como de reconducción conductual del individuo sujeto al tratamiento ordenados en función de la socialización del mismo, razón por la cual se erige como estatuto penitenciario la reproducción más fiel posible en el presidio de las condiciones sociales que asumiría el individuo en libertad, incluso el principio 61 (ONU, 1957, 1977) señala que el tratamiento penitenciario debe destacar en el recluso la certeza de seguir haciendo parte de la sociedad y que su reclusión no implica exclusión social, pretensión a favor de la cual se debe

demandar la cooperación de organizaciones sociales en apoyo de las autoridades penitenciarias, y la permanencia de trabajadores sociales en los centros penitenciarios encargados de procurar el sostenimiento y mejora de las relaciones familiares del recluso, fuera de las que surjan con otro tipo de instituciones sociales convergentes. Específicamente los principios 79 a 81 (ONU, 1957, 1977) se ocupan de las relaciones sociales y ayuda post penitenciaria, en términos de fomentar las relaciones familiares cuando ello resulte apropiado tanto al recluso como a su familia. Por demás, destaca la importancia de garantizar al interno un adecuado contacto con el exterior, inclusive el derecho de mantenerse enterado de los acontecimientos que históricamente suceden (ONU, 1957, 1977, prs. 37, 18 y 39). Derechos reiterados en el principio 19 en el sentido de sostener durante el término de la reclusión, el debido y suficiente contacto familiar y social con el exterior, observando las medidas de seguridad que razonablemente demande su situación (ONU, 1988). En el mismo sentido surgió el principio Nº 10 de la Resolución 45/111 de 1990. Y con similar criterio indica el principio 72 (ONU, 1957, 1977) que las condiciones de trabajo dentro del reclusorio deberán reproducir de la forma más cercana a la realidad, las condiciones laborales que se operan en la vida en libertad, razón por la cual se prefiere que las industrias y granjas penitenciarias sean competencia de administradores privados, y la remuneración deberá corresponder a la que equitativamente corresponda, así el trabajo se desarrolle en dependencias del gobierno. Por demás, se previó que los métodos de cancelación de salarios y las condiciones de seguridad social laboral, serán los mismos previstos por la ley para casos normales de trabajo. La

asimilación de condiciones laborales de los reclusos a las ordinarias de la vida en libertad, fue reiterada en el principio 8º de la Resolución 45/111 de 1990.

Fundamentos sistemáticos del tratamiento. ¿Sistema progresivo? Del reconocimiento del recluso como individuo que precisa ser socializado y cuyas condiciones en presidio deben acentuar la conformidad social antes que la exclusión, aparece el primer argumento deontológico en favor de la consagración de un sistema de tratamiento que, si bien Naciones Unidas no identifica y antes bien reitera la libertad configuradora que asiste a los estados nacionales en la selección del que mejor convenga a su orden interno, las características que propuso se aproximan particularmente al denominado tratamiento progresivo, descrito en el texto del principio 60.2 (ONU, 1957, 1977) al señalar que, Es conveniente que, antes del término de la ejecución de una pena o medida, se adopten los medios necesarios para asegurar al recluso un retorno progresivo a la vida en sociedad. Este propósito puede alcanzarse, según los casos, con un régimen

preparatorio

para

la

liberación,

organizado

dentro

del

mismo

establecimiento o en otra institución apropiada, o mediante una liberación condicional, bajo una vigilancia que no deberá ser confiada a la policía, sino que comprenderá una asistencia social eficaz. De manera que para Naciones Unidas el sistema es constitutivo de un proceso en el tratamiento penitenciario caracterizado por la preparación y práctica que recibe el interno para su acceso gradual a la vida en libertad, accediendo por esta vía a condiciones que realizan o, al menos, reproducen las condiciones de la vida social que el mismo adquiere en libertad. Más no puede concluirse por ello que el tratamiento progrese en prisión y

concluya con la reclusión, precisamente Naciones Unidas demanda que el tratamiento penitenciario se caracterice por una interacción permanente de las organizaciones sociales con las autoridades penitenciarias para asegurar el efecto de inclusión en previsión de un probable efecto de exclusión, así como la permanente mediación de los trabajadores sociales al interior del reclusorio con las familias de los reclusos y otras instituciones sociales a las que éste pertenezca. A partir de esta concepción de interacción social se genera una especie de corresponsabilidad en cuanto el principio 64 (ONU, 1957, 1977) distinguió que el deber de la sociedad no termina con la liberación del recluso (…), de manera que tanto organizaciones públicas como privadas están convocadas en garantía de proveer a la persona en condición post penitenciaria, de las condiciones de readaptación involucradas en la disminución de los perjuicios y exigencias del reingreso a la comunidad. El principio de corresponsabilidad si bien se encuentra incardinado en los presupuestos constitucionales del artículo 95 superior con carácter general, no ha sido objeto de reconocimiento legal expreso más que para la protección de los menores mediante la Ley 1098 de 2007, o ley de infancia y adolescencia. En rigor, se trata de una obligación que genera responsabilidades específicas a distintos estamentos sociales tanto públicos como privados, sin embargo la misma ley no se encargó de establecer los mecanismos de exigibilidad, tornando nugatorio un aspecto determinante de la obligación, pues se recuerda que un derecho sin acción no comporta necesariamente una prestación. En el caso de los reclusos, desde la perspectiva de Naciones Unidas, resulta todavía más ambiguo en tanto relegó la corresponsabilidad a deber antes que a obligación, y de por sí los deberes deontológicamente se encuentran informados de postulados morales y éticos antes que jurídicos.

En desarrollo de la progresividad del tratamiento se previó en el principio 70 (ONU, 1957, 1977) que cada establecimiento concrete un sistema de privilegios constituido en función de las características de cada grupo de reclusos, el cual resulte adaptado a los distintos métodos de tratamiento que se aplique, en orden a

alentar la buena conducta, desarrollar el sentido de responsabilidad y promover el interés y la cooperación de los reclusos en lo que atañe a su tratamiento.

ºTratamiento penitenciario y programa individual Si bien los postulados precedentemente analizados constituyen aspectos centrales de la tendencia internacional en materia de tratamiento penitenciario, los principios del 57 y 77 (ONU, 1957, 1977) refirió específicamente el objeto del tratamiento penitenciario durante la ejecución de la pena o la medida de seguridad como (…) inculcarles –a los internos- la voluntad de vivir conforme a la ley, mantenerse con el producto de su trabajo, y crear en ellos la aptitud para hacerlo. Dicho tratamiento estará encaminado a fomentar en ellos el respeto a sí mismos y desarrollar el sentido de responsabilidad. (ONU, 1957, 1977, Principio 65, Segunda Parte, A. Condenados). De donde surge que la organización de naciones asume al procesado o condenado como una persona que requiere un cierto tipo de transformación para ser reingresado a la sociedad y resultar funcional dentro de ella o, al menos no disfuncional. Esta concepción desata las críticas habituales que se han formulado a esta tendencia, en el entendido que hay personas privadas de la libertad que no requieren este tipo de tratamiento, precisamente porque la infracción a la ley penal no atiende disfunciones o deficiencias en la socialización primaria o secundaria del recluso, como puede suceder con los delincuentes a quienes se han atribuido comportamientos contra el orden constitucional, o a los llamados delincuentes de cuello blanco. Por otra parte, dentro del esquema constitucional generado por el discurso de estado social y de derecho, cuyo elemento -la dignidad humana- informa un cierto tipo de libertad configuradora de la personalidad, parece opuesto a los postulados del tratamiento penitenciario que presumen la necesidad menor o mayor de fortalecimiento de la socialización primaria o secundaria del individuo. No obstante y como anticipación, lo que hizo Naciones Unidas fue condicionar el tratamiento penitenciario a las particulares necesidades individuales que registre cada recluso.

En desarrollo del régimen del tratamiento penitenciario que dispuso Naciones Unidas, tras fijarse el objetivo se encuentran identificados los mecanismos que permiten vehicularlo, si bien la norma internacional no hace otra cosa que enunciarlos: a) Asistencia religiosa; b) Instrucción; c) Orientación y formación profesionales; d) Asesoramiento relativo al empleo; e) Desarrollo físico; y f) Educación moral. Sin embargo, las disposiciones internacionales no generalizan el tratamiento penitenciario de suerte que prevea el mismo para todos sus destinatarios, antes bien el elemento de la resocialización surge de la diferenciación por individuos conforme a sus necesidades específicas. Surge así el programa individual de tratamiento penitenciario, el cual procura operar los objetivos del tratamiento a partir de las específicas necesidades detectadas en cada uno de los reclusos. A tal fin se previó que los anteriores mecanismos se apliquen en consideración a las condiciones individuales de cada recluso, a cuya determinación concursan su pasado social y criminal, su capacidad y aptitud física y mental, sus disposiciones personales, la duración de la condena y las perspectivas post penitenciarias. Estos aspectos y los demás que contribuyan a la determinación individual del interno deben reposar en un informe que, además de ser puesto a disposición del director del reclusorio a la brevedad, debe acompañarse de un dictamen de un médico preferiblemente siquiatra, que confirme el estado físico y mental del recluso. La

vocación natural de estos informes y cualquier otra información que concurra respecto a su identificación integral, como por ejemplo el texto de la sentencia, es la de conformar un expediente individual que permita a cualquiera de los expertos encargados del tratamiento penitenciario o de su evaluación, determinar el tratamiento que precisa el interno así como consultar el estado de progreso del mismo. A tal efecto se debe generar adicionalmente un estudio de personalidad a fin de que disponiendo de suficiente información, el programa de tratamiento individual resulte apropiado a las especiales necesidades, capacidades e inclinaciones individuales del interno. Pese a lo anterior, generalizó mediante el principio 71 (ONU, 1957, 1977) la obligación de trabajar dentro del reclusorio, advirtiendo que bajo ningún pretexto el trabajo podrá tener características aflictivas, y que siempre serán consideradas las condiciones físicas y mentales certificadas por el médico. Se dispuso igualmente que el trabajo deba ser productivo, (…) suficiente para ocuparlos durante la duración normal de una jornada de trabajo, pudiendo cada uno elegir su trabajo dentro de los límites compatibles con una selección profesional racional, además deben considerarse las condiciones de administración y disciplina penitenciarias. Hace parte del tratamiento la conservación y desarrollo de las relaciones del recluso con organizaciones sociales externas que favorezcan el tratamiento, sus relaciones familiares y la inclusión social post penitenciaria (ONU, 1957, 1977, pr. 80, 1990, pr. 10). Siguiendo el sentido individual del tratamiento se dispuso que las personas alienadas y quienes sufran patologías mentales no deban ser recluidas en prisiones,

sino

sujetas

a

tratamientos

pertinentes

en

establecimientos

especializados, bajo la estricta vigilancia de médicos competentes, pudiendo extender el tratamiento, cuando ello fuere necesario, más allá de la conclusión de la estancia durante el cumplimiento de la condena.

Personal penitenciario Naciones Unidas reconoció como uno de los factores determinantes en la eficacia del tratamiento penitenciario la integridad, humanidad, aptitud personal y la capacidad profesional de los funcionarios y demás personas involucradas en el ejercicio y administración del tratamiento penitenciario (ONU, 1957, 1977, pr. 46.1.2). Razón que justifica en criterio de la organización de naciones la exclusividad de los funcionarios, su profesionalización y su ingreso en carrera administrativa manifiesta en la estabilidad laboral que podría controvertirse nada más que por razón de su buena conducta, la eficacia de su labor y su aptitud, debiendo además generarse especiales condiciones a propósito del carácter penoso de sus funciones (ONU, 1957, 1977, pr. 46.3). Se reclama del personal penitenciario poseer suficiente idoneidad intelectual, garantizada mediante la preparación específica previa al ingreso a la actividad concreta, debiendo ser suficiente y periódicamente actualizada durante la prestación del servicio (ONU, 1957, 1977, pr. 47.1.2.3). Informa Naciones Unidas sobre la importancia de involucrar al tratamiento penitenciario (…) un número suficiente de especialistas, tales como, psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales, maestros e instructores técnicos, siendo los últimos tres considerados como de necesaria permanencia (ONU, 1957, 1977, pr.

49.1.2). Respecto del director del establecimiento se exige que sea una persona debidamente calificada por su carácter, capacidad administrativa, formación adecuada y su experiencia en la materia. Junto con los médicos deberán o bien residir en el mismo establecimiento, o cuando menos en su cercanía inmediata (ONU, 1957, 1977, prs. 50, 52). Por otra parte, la organización de naciones contempló la existencia necesaria al interior del penal, de un sistema de autoevaluación ejecutado por parte de funcionarios especiales designados como inspectores. En tal sentido, compete a los inspectores la vigilancia del cumplimiento de la ley y los reglamentos, con el fin de garantizar la obtención de los objetivos penitenciarios y correccionales (ONU, 1957, 1977, pr. 55). Naciones Unidas no ha erigido autoridades internacionales de control del tratamiento penitenciario. A nivel nacional ha expresado la importancia de contar con acciones y recursos ante autoridades judiciales y administrativas que faculten a los internos para formular exigencias específicas relacionadas con su estancia en las penitenciarías, incluso, con la posibilidad de recurrir en segundo grado las decisiones que se produzcan (ONU, 1988). Lo más próximo a una autoridad internacional de control se ha manifestado en algunos pronunciamientos del Comité de Derechos Humanos, en los cuales ha afirmado su competencia para pronunciarse sobre casos de maltrato a reclusos lo cual de una u otra manera surge del desconocimiento del régimen penitenciario, pero siempre y cuando se proyecte específicamente sobre alguno de los cánones del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos o su Protocolo Facultativo. Concretamente en el caso Potter vss. Nueva Zelandia en decisión adoptada el 28 de julio de 1997, concluyó

que (…) En cuanto a las alegaciones de maltrato en la cárcel, el Comité no acepta el argumento del Estado Parte de que no tiene competencia para examinar las condiciones de encarcelamiento de una persona cuando se trata de las Reglas Mínimas de Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos, pues éstas constituyen una valiosa orientación para la interpretación del Pacto (…) Algunos otros pronunciamientos tienen la misma tendencia si bien no abordan el tema concreto del tratamiento penitenciario, lo cierto es que podrían llegar a hacerlo (Comité de derechos Humanos, caso Polay vss. Perú 1997, caso Mukunto vss. Zambia 1999). Por otra parte es preciso mencionar la actividad desempeñada por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos que, en el caso específico de Colombia generó el Informe sobre Centros de Reclusión en Colombia: un estado de cosas inconstitucional y de flagrante violación de los derechos humanos, del 31 de octubre de 2001.

II. EL TRATAMIENTO PENITENCIARIO DENTRO DE LA ORGANIZACIÓN JURÍDICO-PENAL COLOMBIANA El sistema jurídico penal colombiano tiene fundamento en la Constitución Política, de este texto normativo deriva lo que ha sido denominado “programa constitucional de derecho penal”. Dicho programa hace referencia a los fundamentos de la responsabilidad penal, es decir al régimen jurídico superior de conformidad con el cual el estado puede ejercer su función punitiva, y de dicha función hace parte la administración del castigo que, a su vez involucra el

tratamiento penitenciario. Sin embargo, en el cuerpo dogmático ni en el cuerpo programático de la Constitución se advierte mención alguna a dicho tratamiento, si bien erige la libertad en principio constitucional y condiciona la posibilidad de su limitación a que se realice a instancias del estado, y a la observación de determinados presupuestos como la legalidad de los delitos y las penas. De ello no se desprende sin embargo, la inexistencia de una fundamentación jurídica superior, es decir, constitucional o supra constitucional para el tratamiento penitenciario. En efecto, si la privación de la libertad y anejo a ella, el tratamiento penitenciario hacen parte del ejercicio de la función punitiva del estado, esto es, del poder sancionador particularmente violento que es el control penal del estado, inevitablemente participan de la misma esencia. Y es por ello que puede sostenerse que el elemento del tratamiento penitenciario en Colombia está dado por el principio tradicionalmente designado como “dignidad humana”, tal como fue consagrado en el artículo primero de la Constitución, el cual lo erigió en fundamento del estado social y de derecho. Entendiendo por dignidad humana los mínimos merecimientos que tiene un ser humano por el sólo hecho de existir y que en tanto tales limitan el poder del estado, constituyendo la frontera que se le opone al ejercicio de la función pública, sin que puede franquearla bajo ningún pretexto, ni aún en estados de excepción, a no ser infringiendo el régimen legal (Moya 2002). Si de la dignidad humana participa toda persona sin lugar a discriminación alguna, es predicable incluso de quien se encuentra cumpliendo una pena tras haber sido condenado.

En el mismo sentido, la condición de estado social y de derecho erigido sobre el principio de dignidad, se caracteriza porque las acciones del estado son regladas, particularmente aquellas que se resuelven en disminuciones a derechos o garantías fundamentales de las personas (Corte Constitucional, sentencia T-406 de 1992, M.P. Ciro Angarita Barón). Surge de lo expuesto que el estado, tras haber agotado un proceso previamente estructurado en que resulte demostrada la responsabilidad penal del procesado más allá de toda duda, puede disminuir derechos fundamentales como la libertad en todos sus aspectos, esto es, locomoción, asociación, de trabajo, de expresión, etcétera, o lo que es equivalente, castigarla penalmente de conformidad con el principio de tipicidad de las penas, se encuentra condicionado por los límites representados en la dignidad de la persona sujeta al castigo. Ello conlleva que las formas de castigo están llamadas a corresponder con la conducta que lo generó en un sentido de necesidad, racionalidad y proporcionalidad (Cód. P. art. 3), como quiera en todo caso que no resulten constitutivas de tortura, tratos crueles, inhumanos o degradantes. En atención al mismo principio, la persona sujeta a castigo no puede ser eliminada por medio del mismo, antes bien, el tratamiento penitenciario es el proceso que permite retornarlo a la sociedad tras haber promovido la interiorización y ejercicio de los condicionamientos sociales de los cuales participan la generalidad de los ciudadanos. El primer artículo del código penal, al igual que el código de procedimiento penal, erigieron en norma rectora de la función punitiva del estado a la dignidad humana, constituida en principio, es decir, que inevitablemente ha de observarse, so pena de generar el fenómeno de la ineficacia, esto es, nulidad o inexistencia de la actuación penal.

La proyección que atiende la dignidad humana como principio constitucional, respecto del tratamiento penitenciario ha sido objeto de verificación legislativa en concreto y de doctrina constitucional. Es así que el artículo 5º de la Ley 65 de 1993, lo refirió expresamente, al tiempo que la Corte Constitucional se ha referido frecuentemente al tema generando un precedente sostenido en los siguientes pilares. En primer lugar, la persona privada de la libertad con fines sancionatorios y de tratamiento penitenciario, adquiere una condición o relación especial de sujeción con la administración pública, lo cual conlleva que se incrementa la responsabilidad del estado respecto de la persona. En segundo lugar, la posibilidad que asiste al estado de modular los derechos de las personas ingresadas al tratamiento penitenciario, dada su especial condición, no alcanza a atribuirle potestades confiadas al arbitrio de las entidades encargadas de la administración del castigo, luego no pueden adoptar sino las medidas estrictamente necesarias para la realización de las funciones de las penas. Por consiguiente, las únicas medidas aplicables son las previstas en las disposiciones legales preexistentes, y su aplicación se condiciona al ejercicio de los principios de razonabilidad y proporcionalidad. En tercer lugar, y consecuencia del anterior, el estado no puede modular los derechos de los internos que no han sido suspendidos ni limitados, es decir, los que conservan plena vigencia pese a la condición de las personas condenadas y sancionados quienes, a consecuencia de su debilidad manifiesta, incrementan la responsabilidad del estado en el sentido de garantizar su eficacia.

La información precedente surge de los obiter dicta y ratio decidendi de las siguientes sentencias: T-705 diciembre de 1996, M.P. Eduardo Cifuentes Muñoz; T-065 de 1995, M.P. Alejandro Martínez Caballero; C-318 de 1995, M.P. Alejandro Martínez Caballero; T-324 de 1994, M.P. Eduardo Cifuentes Muñoz; T-420 de 1994, M.P. Eduardo Cifuentes Muñoz; T-219 de 1993, M.P. Antonio Barrera Carbonell; T-222 de 1993, M.P. Jorge Arango Mejía; T-273 de 1993, M.P. Carlos Gaviria Díaz; T-347 de 1993, M.P. Carlos Gaviria Díaz; T-388 de 1993, M.P. Hernando Herrera Vergara;T596 de 1992, M.P. Ciro Angarita Barón; T-424 de 1992, M.P. Fabio Morón Díaz; T-522 de 1992, M.P. Alejandro Martínez Caballero; T-221 de 1992, M.P. Alejandro Martínez Caballero.

Pensando la función punitiva del estado en razón del tratamiento penitenciario, y para poderlo comprender integralmente, el sistema de castigo penal se puede descomponer en tres subsistemas esenciales; en primer lugar, los fundamentos de la responsabilidad penal y las consecuencias, es decir, las penas, lo cual se encuentra regulado en la Ley 599 de 2000, o código penal. En segundo lugar, el sistema de procesamiento de las personas, esto es, la Ley 600 de 2000 y la Ley 906 de 2004. Y en tercer lugar, el régimen de administración del castigo penal, o Ley 65 de 1993.

De la responsabilidad penal y las penas Dadas las funciones concernidas a los consejos de evaluación y tratamiento, concretamente deferidas en el Título XIII de la Ley 65 de 1993, estos cuerpos de profesionales deben evaluar la situación del recluso, a partir de la construcción penal de la sanción que conllevó su privación de la libertad, lo que demanda un contenido jurídico de análisis que les permita establecer las condiciones mismas del régimen penal de responsabilidad y el sistema procesal que los generó a esa situación. La responsabilidad penal es una construcción socio jurídica (Luhman, 2005; Bergalli, 2003). De hecho si nos detenemos a considerar cómo surge un delito, un

delincuente, un inocente o una víctima, es preciso concluir que es el producto final de un proceso penal, que bien puede haber concluido muy lejos de lo acontecido en la realidad. Es decir, delincuente no es necesariamente quien comete delitos, sino quien es declarado penalmente responsable por un juez penal y mediante una sentencia de mérito. E, inocente no es necesariamente quien no comete delitos, sino más bien quien no fue condenado porque así lo dispuso la autoridad judicial competente. Es interesante el trabajo realizado recientemente por Xacobe Bastida, quien a partir de la filosofía del lenguaje de John Searle -a propósito, de alguna manera continuador y contestatario de la sociología de Alfred Shutz-, propuso una reconcepción del derecho como creencia social. Ciertamente, Searle había propuesto que los hechos divididos en institucionales y brutos, correspondía a hechos socialmente valorados, esto es, atribuidos de sentido social, o carentes de tal condición, respectivamente. A su vez los hechos institucionales descansan en la creencia social de los que deben ser. El ejemplo concreto de Searle es el dinero. Así mismo, otros hechos institucionales vendrían a ser el delito, el delincuente, la sentencia, el proceso, la pena, etcétera. (Moya, 2007; Bastida, 2000; Searle, 1997; Schûtz, 1962)

Ese constructo que es la responsabilidad penal ha sido objeto de múltiples interpretaciones con asiento legislativo, y suele corresponder con las llamadas escuelas o corrientes del derecho penal. Desde la primera construcción positivista del Siglo XIX, basada en el causalismo, con las inmediatamente posteriores, como la clásica, la tercia scuola y el finalismo; hasta las más recientes, basadas en el estructural funcionalismo, con fuentes no muy remotas en las teorías de Talcott Parsons y Robert Merton, incluso, con la versión adaptada del derecho penal a la teoría de sistemas de Niklas Luhmann, y que operan la responsabilidad como imputación jurídica del resultado (Bustos y Hormazábal, 2006; Bustos, 2005; Jakobs, 2005, 1996, 1995; Roxin 2000, 1997; Mir Puig, 1996; Feuerbach, 1989; Welzel, 1987; Hassemer, 1984; Oncea, 1940; von Liszt, 1929).

Aún cuando no ha habido un reconocimiento expreso en el código ni por parte de sus redactores, lo cierto es que al haber incorporado a través del artículo 9º de la Ley 599 de 2000, que “la causalidad por sí sola no basta para la imputación jurídica del resultado”, se entiende una adscripción clara a las corrientes estructural funcionalistas que, en concreto el derecho penal conoce como teoría de la imputación objetiva. Si bien existe una visión moderada (Roxin, 1997), y otra extrema (Jakobs, 1995, 1996)i, coinciden en que la responsabilidad penal se basa en la defraudación a la expectativa de rol social correspondiente al sujeto agente, quien ha debido por esta vía generar un riesgo antijurídico a los intereses de la víctima. Se conserva en todo caso la concepción del delito según el cual se trata de conducta típica, antijurídica y culpable. Es decir, habrá delito a condición de la concreción de una conducta humana que se halle descrita previamente y de manera clara, expresa e inequívoca en la ley penal; que además haya generado una lesión o riesgo cierto de lesión a los bienes jurídicos de la víctima; y, que se haya realizado con dolo, culpa o preterintención, es decir, con conocimiento de la ilicitud y voluntad de producir el resultado, sin alguno de esos dos elementos pero al menos con uno de ellos, o mediante una combinación de las dos, dependiendo de la hipótesis prevista en la ley penal. Se castiga al autor del delito por lo que haya realizado y no por la persona del delincuente, es decir, se inscribe en la doctrina del derecho penal de acto y no de autor, significando que al autor del delito se lo castiga exclusivamente por lo que hizo y no por ser quien es, siendo que la conducta pudo realizarse por acción o por omisión, entendiendo que si se tiene el deber jurídico de impedir el resultado y

no se procura impedirlo, o se ha adquirido la llamada posición de garantía, (Cód. P. Art. 25), y el garante no procuró evitar el resultado, responderá junto con quien lo produjo en la misma condición. Existen sin embargo causales de exclusión de responsabilidad como por ejemplo, la actuación en legítima defensa, estado de necesidad, o cuando se actúa por error (Cód. P. Art. 32), evento en el cual no se constituye la responsabilidad penal.

Tipología de las penas De la misma forma el código clasifica dos tipos de autores fundamentales del delito, según se trate de personas imputables o inimputables. Por los primeros se entienden quienes pudiendo entender la ilicitud de su comportamiento, pueden comportarse de conformidad con su comprensión (Cód. P. art. 33). Cuando un imputable resulta penalmente responsable se encuentra sujeto a las penas principales, sustitutivas o accesorias (Cód. P. art. 34). Son penas principales la prisión y la multa, y pueden serlo igualmente cuando no hayan sido impuestas como penas accesorias las de inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas, la pérdida del empleo o cargo público, la inhabilitación para el ejercicio de profesión, arte, oficio, industria o comercio, la inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad, tutela y curaduría, la privación del derecho a conducir vehículos automotores y motocicletas, la privación del derecho a la tenencia y porte de arma, la privación del derecho a residir en determinados lugares o de acudir a ello, la prohibición de consumir bebidas alcohólicas o

sustancias estupefacientes o psicotrópicas y, la expulsión del territorio nacional para los extranjeros. Por consiguiente se consideran accesorias estas últimas, es decir las que limitan derechos distintos a la libertad y al patrimonio, cuando no hayan sido impuestas como principales. Finalmente, se consideran sustitutivas la prisión domiciliaria, justamente porque bajo las condiciones legalmente consideradas pueden sustituir a la pena de prisión.

De conformidad con el artículo 38 del Cód. P., las condiciones bajo las cuales puede sustituirse la prisión por prisión domiciliaria consisten en que la sentencia se imponga por conducta punible cuya pena mínima prevista en la ley sea de máximo 5 años de prisión; que el desempeño personal, laboral, familiar o social del sentenciado permita al juez de conocimiento deducir seria, fundada y motivadamente que no colocará en peligro a la comunidad o que evadirá el cumplimiento de la pena; que se garantice mediante caución el cumplimiento de las obligaciones de requerir autorización para cambiar la residencia, observar buena conducta, reparar los daños a sus víctimas a no ser que acredite el condenado su incapacidad económica, comparecer personalmente ante la autoridad judicial de vigilancia, permitir el ingreso a su residencia a los servidores públicos encargados de la vigilancia, y las demás que le hayan sido impuestas por motivo de seguridad. Corresponde controlar el cumplimiento de las obligaciones al juez de ejecución de penas, con apoyo en el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, a cuyo efecto deberá ejecutar un programa de visitas periódicas. El incumplimiento conlleva que se haga efectiva la pena de prisión.

Cuando la persona condenada es un inimputable no se le aplican penas sino medidas de seguridad. El código regula este tema en concreto entre los artículos 69 y 81, previendo como medidas de seguridad las de internación en establecimiento psiquiátrico o clínica adecuada, internación en casa de estudio o trabajo, la libertad vigilada, y la reintegración al medio cultural propio. La primera puede obedecer a trastorno mental permanente o a trastorno mental transitorio con base patológica.

Funciones de las penas

Habiéndose

repasado

las

bases

jurídicas

de

generación

de

la

responsabilidad penal, así como las consecuencias de dicha declaración, es preciso ahora verificar el sentido óntico de las penas. Y ciertamente, una inquietud que ha asistido a los representantes de las distintas escuelas o corrientes del derecho penal, consiste en que si bien se castiga a las personas por haber sido declaradas penalmente responsables, ¿para qué sujetarlas a una sanción? Esta inquietud ha sido atendida, si bien aún no completamente satisfecha, indicando que las penas están llamadas a cumplir un cierto tipo de función. Es decir, la pena sirve para algo, tanto a la sociedad como a la persona que se encuentra sujeta a ella.

Partiendo de la base histórica que da indicios de una época predominada por el método de justicia autocompositiva (Mommsen, 1999) que transitó hacia un sistema de justicia heterocompositiva (Kreller, 1983), las penas fueron objeto de análisis hasta finales del Siglo XVIII y durante el decimonónico. De donde surgieron dos concepciones generales conocidas como teorías absoluta y relativa de la pena. La teoría absoluta encuentra en la pena la natural y necesaria consecuencia del delito, algo así como una especie de mal necesario que busca restablecer el equilibrio alterado como consecuencia del suceso del delito. Se ha querido ver en Kant (1995) y Hegel (1999) a sus primeros postuladores, al enunciar que la pena como mecanismo institucional de aflicción, proveía del retorno a un estado alterado a causa del delito.

En cambio las teorías relativas, en sus versiones general y especial preventivas, encuentran en la pena una función concreta, según pretenda prevenir

a la sociedad en el sentido de procurar que las personas indistintamente consideradas teman la reacción del estado y, por consiguiente, se abstengan de cometer crímenes. O bien, se busque que la persona sujeta a la sanción penal se abstenga de volver a delinquir (Bustos 2005). De una y otra tendencia analística se desprenden funciones específicas de las penas, según posen su atención en el efecto intimidatorio general, esto es, preventivo, ó en el efecto resocializador del condenado, coincidiendo sí en que la pena sea cual fuere la adscripción teórica, debe ser siempre aflictiva pues de lo contrario dejaría de ser una sanción. La diferencia más acentuada entre las dos corrientes relativas de la pena está señalada porque la general acentúa el aspecto preventivo, mientras que la especial acentúa el resocializador. Lo que ha generado toda suerte de críticas a causa de las contradicciones que observan las dos funciones.

Podría sostenerse que siendo estas la funciones primordiales de las penas no existen sino variables que puedan acentuar uno u otro aspecto de las mismas. No obstante se ha manifestado que existen dos tipos de funciones, las declaradas y las no declaradas, siendo las primeras aquellas que figurean manifiestas en los estatutos legales, mientras que las segundas atienden criterios políticos que explican entre otros, fenómenos como el sostenimiento de la prisión pese al fracaso de sus pretensiones. En efecto, a nivel nacional han sido referidas estas funciones no declaradas por Emiro Saldoval Huertas (1984), y a nivel de Europa por Michel Foucault (1984), de donde surge que las penas han sido facilitadores de controles de otra índole. (Balestena, 2006; Falcon y Tella, 2005; Garland, 2005; Restrepo, 2005; Alcocer, 2004; Antigua, 2004; Binder, 2004; Bergalli, 2003; Silva, 2003, 2001, 1997, 1994; Córdoba, 2001; Sanz, 2000; Ferrajoli, 1999; Lesch, 1999; Hirsch, 1998; Jakobs, 1998; Stratenwerth, 1996; Cid Moliné, 1994; Ministerio de Justicia y del Derecho, 1994; Pérez, 1993; Pavarini, 1992; Kautzman, 1988; Rico, 1987; Rusche y Kirshcheimer, 1984; Sandoval, 1984; Baratta, 1984; Foucault, 1984; Bustos, 1983; Reyes, 1983; Comisión Redactora, 1981; Roxin, 1980; Muñoz, 1979; Morris, 1978; Pinatel, 1945).

El código penal colombiano dentro de sus principios rectores determinó las funciones declaradas de las penas y las medidas de seguridad, al señalar, Funciones de la pena. La pena cumplirá las funciones de prevención general, retribución justa, prevención especial, reinserción social y protección al

condenado. La prevención especial y la reinserción social operan en el momento de la ejecución de la pena de prisión. (Cód. P. art. 4º)

Respecto de las medidas de seguridad el artículo 5º (Cód. P.) indica, Funciones de la medida de seguridad. En el momento de la ejecución de la medida de seguridad operan las funciones de protección, curación, tutela y rehabilitación.

De donde surge que no existe una adscripción concreta a una de las dos concepciones polares acerca de las funciones de las penas, sino que se optó por lo que en doctrina se reconoce como teorías eclécticas o de síntesis, de las que se ha afirmado que son más compatibles con el esquema del estado social y de derecho, si bien han sido objeto de arduas críticas como la de Roxin, al decir que lejos de atenuar las críticas, lo que logran es multiplicarlas. Inquieta en todo caso que ante el compuesto de funciones, ex profeso contradictorias, cuáles en un momento dado estarían llamadas a prevalecer sobre las otras. Bien que la respuesta podría surgir a partir del orden en que se encuentran dentro del texto legal, se llegaría rápidamente a concluir un predominio evidente de la prevención general sobre la especial, es decir, que se privilegia la función retributiva sobre la resocializadora, lo cual queda en entredicho frente al principio de dignidad humana. La ambigüedad se reafirma al verificar que la Ley 65 de 1993 en su artículo 9º prescribió, La pena tiene función protectora y preventiva, pero su fin fundamental es la resocialización. Las medidas de seguridad persiguen fines de curación, tutela y rehabilitación. Es decir, en perspectiva del régimen penitenciario

y carcelario hay una clara adscripción en punto a las funciones de la pena, a la corriente que las explica con privilegio absoluto de la función resocializadora, es decir, la teoría de la preventiva especial. Pese a esto y con fundamento en el título preliminar del Código Civil la norma posterior, en este caso el Código Penal o Ley 599 de 2000, se aplica de preferencia a la posterior. Resulta ser este uno de los aspectos que deben ser solucionados a fin de concretar el perfil de la penología colombiana.

El sistema de procesamiento penal en Colombia En los dos siglos de historia republicana del país, siguiendo la tradición latinoamericana, Colombia ha conservado el esquema de procesamiento diseñado por Napoleón a través del código de 1803, caracterizado por haber mezclado características propias de los llamados sistemas acusatorio e inquisitorial (Espitia, 2006). Tal esquema se caracteriza por un proceso bifásico, cuya primera parte es designada como de instrucción, se adelanta de forma reservada por parte de un funcionario público designado juez de instrucción, procurador o fiscal, con funciones jurisdiccionales tales como el poder ordenar capturas, allanamientos, práctica de pruebas, asegurar personas, asegurar bienes, etc, y le corresponde decidir si acusa formalmente o no a la persona que investiga, caso en el cual deberá hacer ante otro funcionario investido de facultades jurisdiccionales, quien en debate público y confrontando al fiscal con el defensor, decidirá mediante sentencia de mérito. Sin embargo, este juez comúnmente designado como juez de la causa o juez de conocimiento, dispone de funciones tales como la de ordenar la

práctica de pruebas por estimarlo necesario, independientemente que perjudiquen o beneficien al procesado. Puede vía iura novit curia corregir los errores tanto del defensor como del fiscal. Se ha querido ver una división tajante entre las formas de enjuiciamiento penal llamadas acusatorio e inquisitorial, señalando que el primero es propio de los sistemas jurídicos impactados por el common law, mientras que el segundo corresponde con el sistema jurídico generado a partir del usus modernus pandectarum, o sistema romano-germánico. Tal idea ha sido sin embargo objeto de recientes críticas, en el sentido de que no se encuentran ejercicio legislativos puros de ninguna de las dos estructuras procesales, más bien se hayan tipos de enjuiciamiento en que predominan características de uno u otro sistema, llegando a proponerse una división sustitutiva pero omnicomprensiva de la realidad mundial, al señalar que lo que existen son sistemas paritarios y jerárquicos, dependiendo de las cualidades específicas observadas por las administraciones de justicia (Damaska, 2002).

Este esquema se practicó en Colombia durante los siglos XIX y XX, bien que enfatizaba en unos o en otros, características acusatorias y características inquisitoriales. De hecho, el último código de esta tendencia corresponde a la Ley 600 de 2000, actualmente con vigencia restringida en cuanto, si bien opera a nivel de todo el territorio nacional, es aplicable a los delitos ocurridos con anterioridad al primero de enero de 2005, y de los sucedidos con posterioridad, en los distritos judiciales en que no hubiese entrado en vigencia el llamado sistema acusatorio, proceso completado en 2008. Efectivamente, mediante el Acto Legislativo 03 de 2002 se modificó la Constitución a fin de dar cabida al llamado sistema acusatorio y adversarial, lo cual, tras el proceso de configuración legislativa confiado a la Comisión Constitucional Redactora creada por el mismo acto legislativo, concluyó en la generación del más reciente código de procedimiento penal, o Ley 906 de 2004, que de forma progresiva entró en vigencia a partir del primero de enero de 2005, y completa su proceso de implementación en 2008.ii

El esquema básico del código señala que el proceso observaría las siguientes etapas: indagación, investigación, juicio y ejecución de la sentencia (Arias y otros, 2005). La indagación es una etapa preliminar en que el estado acopia evidencia sin intervención de la persona sospechosa, ni mucho menos de su defensor. En cambio la investigación se caracteriza por ser formalizada, es decir, con intervención de la persona, ahora sí, procesada y de su defensor de confianza o público. La manera como se formaliza la investigación es mediante la audiencia de imputación, acto cumplido ante un juez de garantías mediante el cual la fiscalía le hace saber del hecho de la investigación y los motivos que la asisten, a fin de que la persona desate las actividades propias de su defensa, y adquiera la condición procesal de imputado. Durante la investigación se pueden operar otro tipo de audiencias llamadas preliminares como son las de control de legalidad, las de legalización de la captura y las de requerimiento de asegurar a la persona o sus bienes, convocadas por el fiscal y ante el juez de control de garantías, aun cuando algunas pueden ser requeridas por el procesado o su defensor. Sin embargo se discute si en verdad existe en nuestro medio la llamada etapa de indagación, puesto que si bien se estima tradicional y ordinaria dentro de las formas de enjuiciamiento acusatorias y adversariales, al repasar las actas de producción de la Ley 906 de 2004, la más destacad discusión se cifró en el hecho de si podía haber en Colombia investigaciones a espaldas del defensor y del procesado, característica propia de las indagaciones, y la conclusión final fue que no, precisamente porque la Constitución Política en su artículo 28 garantizó plenamente el ejercicio del derecho de defensa tanto a nivel del juicio como de la investigación, lo que permitió que los comisionados arribaran a que siendo así en nuestro medio no puede haber momentos procesales estancos de defensa. Siendo esta la conclusión final y que, por cierto, generó la creación de la llamada audiencia de imputación, todo acto investigativo debe ser informado al procesado y a su defensor, en consecuencia no podrían haber indagaciones en Colombia. (Moya, 2006).

A continuación viene la etapa del juicio la cual tiene inicio con la acusación. Se trata de un acto complejo que se origina con la presentación del escrito de acusación y se completa con la audiencia misma. Se celebra ante el juez de

conocimiento, y durante ella en presencia del defensor y del procesado si decide asistir o se encuentra privado de la libertad, el fiscal corre traslado de la acusación y, lo que es más importante, descubre los elementos materiales probatorios que hará valer en la audiencia. A partir de este momento el procesado adquiere la condición procesal de acusado. Con posterioridad se celebra la audiencia preparatoria, en la cual la defensa descubre a su vez los elementos materiales probatorios y evidencia que pretenderá hacer valer en la audiencia de juicio oral. Cumplido lo anterior las partes, es decir, fiscal y defensor solicitan las pruebas que se practicarán finalmente en el juicio y, el juez de conocimiento dispone acerca de su procedencia y determina el orden en que se practicarán. Seguidamente se realiza la audiencia de juicio oral, público y concentrado, durante la cual el procesado es indagado acerca de su decisión de declararse culpable o inocente, en caso de declararse inocente se da paso a las presentaciones de las teorías del caso por parte del fiscal y del defensor. A continuación se practican las pruebas, y agotada esta etapa vuelven a intervenir las dos partes a fin de manifestar sus exposiciones finales. Una vez escuchados, el juez de conocimiento anuncia el sentido del fallo, es decir, si declarará responsable penalmente a la persona procesada. Importa destacar que de conformidad con el artículo 447 de la Ley 906 de 2004, “(…) el juez concederá brevemente y por una sola vez la palabra al fiscal y luego a la defensa para que se refieran a las condiciones individuales, familiares, sociales, modo de vivir y antecedentes de todo orden del culpable. Si lo consideraren conveniente, podrán referirse a la probable determinación de pena aplicable y la concesión de algún

subrogado… Si el juez para individualizar la pena por imponer, estimare necesario ampliar la información a que se refiere el inciso anterior, podrá solicitar a cualquier institución, pública o privada, la designación de un experto para que este, en el término improrrogable de diez (10) días hábiles, responda su petición.” Lo que implica que de estas circunstancias e información fuera de lo que corresponda por el delito que específicamente motiva la condena, dependerán las penas y las condiciones de cumplimiento. Lo que sigue es la audiencia de incidente de reparación integral, que se celebra en el evento de haberse anunciado sentencia condenatoria, en dicha sesión se determina el monto de la indemnización que debe sufragar el condenado a favor de las víctimas. Finalmente, se celebra una última audiencia en que se da lectura del fallo, es decir en que se sustenta la decisión adoptada durante la audiencia de juicio oral. Y lo que sigue a continuación es la ejecución de la sentencia. Independientemente del modelo procesal la condena depende, conforme surge del artículo 29 de la Constitución, que para poder declarar penalmente responsable a una persona es preciso haberse demostrado legal y oportunamente la ocurrencia del hecho enrostrado al procesado, y más allá de cualquier duda haber acreditado que se trata del autor o partícipe responsable del mismo.

Ejecución de la pena En general, en el Libro IV de la Ley 906 de 2004 se regula la ejecución de las penas y las medidas de seguridad. En particular dicha regulación surge de la

Ley 65 de 1993, además de las resoluciones del INPEC que desarrollan estas disposiciones. Es importante observar que habiéndose implementado el esquema de procesamiento denominado acusatorio y adversarial, caracterizado por el predominio del tipo de intervención de partes, en audiencias orales, públicas y concentradas, presididas por un juez, a través de la Ley 906 de 2004, y al repasar los procedimientos contemplados en materia de ejecución de penas y medidas de seguridad, se concluye que tienen no obstante por característica el ser escriturales y sin intervención presencial del procesado, su defensor, ni de las autoridades penitenciarias, lo cual bien merece ser objeto de cuestionamiento pues se pierde en inmediación y tiempo, así como en ejercicio conjunto y discernido de los principios de necesidad, proporcionalidad y racionalidad a los que la ley ordena sujetar la aplicación de sanciones penales, tal y como ha sido objeto de verificación.

1. Autoridades y facultades penitenciarias. El primer aspecto que surge es la determinación de las autoridades concernidas en punto a la ejecución de la pena. Indica el artículo 459 de la Ley 906 de 2004 a tres instituciones en concreto, son ellos los jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad, el INPEC y el Ministerio Público. Sin embargo, podemos sostener que en rigor autoridades penitenciarias son los primeros, dado que el Ministerio Público carece de facultades decisorias, pero sin embargo adquiere funciones determinantes en la ejecución de las sanciones penales, y muy particularmente en cuanto se refieran a personas privadas de la libertad. La Ley 65

de 1993 se contrajo a mencionar al INPEC y a los jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad (artículos 35 a 51), bien que llama la atención que ninguna referencia concreta haya hecho a las funciones que desempeña el Ministerio Público en relación con el tratamiento penitenciario. 1.1. Jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad. Sin duda las funciones deferidas a estos jueces permiten concluir que constituyen la autoridad con principales funciones decisorias, en relación con la administración del castigo penal. De manera que los requerimientos que planteen el sancionado, su defensor, el Ministerio Público o el INPEC, están llamados a ser resueltos por el juez de ejecución de penas y medidas de seguridad. La relación del juez con el INPEC es eminentemente vertical o jerárquica, en el entendido que puede formular solicitudes o atender requerimientos del juez, pero las decisiones distintas a lo estrictamente relacionado con el control y vigilancia de la ejecución de la pena, es competencia exclusiva del juez de ejecución de penas y medidas de seguridad. De conformidad con el artículo 38 de la Ley 906 de 2004, las funciones asociadas con el tratamiento penitenciario que fueron atribuidas a los jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad, acreditan lo previamente sostenido en el sentido de ser quienes adoptan las decisiones de mérito asociadas con la administración del castigo penal: a. Adoptar las decisiones necesarias para que se dé cumplimiento a las sentencias ejecutoriadas que impongan sanciones penales, proferidas por los jueces penales de conocimiento. b. Otorgar la libertad condicional y revocarla cuando ello proceda.

c. Todo lo relacionado con la rebaja de la pena y redención de pena por trabajo, estudio o enseñanza. d. Decidir acerca de la aprobación previa de las propuestas que formulen las autoridades penitenciarias o de las solicitudes de reconocimiento de beneficios administrativos

que

supongan

una

modificación

en

las

condiciones

de

cumplimiento de la condena o una reducción del tiempo de privación efectiva de libertad. e. Adoptar las decisiones relacionadas con la verificación del lugar y condiciones en que se deba cumplir la pena o la medida de seguridad. Así mismo, del control para exigir los correctivos o imponerlos si se desatienden, y la forma como se cumplen las medidas de seguridad impuestas a los inimputables. Con respecto a estos últimos, participarán con los gerentes o directores de los centros de rehabilitación en todo lo concerniente a los condenados inimputables y ordenará la modificación o cesación de las respectivas medidas, de acuerdo con los informes suministrados por los equipos terapéuticos responsables del cuidado, tratamiento y rehabilitación de estas personas. Pocos aspectos agregó el artículo 4º del Decreto 2636 de 2004, mediante el cual se reformó el artículo 51 de la Ley 65 de 1993, con base en el cual se agregan funciones tales como la aproximación de los jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad a los centros de reclusión a fin de verificar sus condiciones, conocer la ejecución de la sanción, hacer seguimiento a las actividades de integración social de los internos, y conocer de las peticiones que los internos formulen en relación con el reglamento interno y tratamiento

penitenciario en cuanto se refiera a los derechos y beneficios que afecten la ejecución de la pena. 1.2. Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario. En relación con el INPEC indica el artículo 459 de la Ley 906 de 2004 que le compete la supervisión y el control de la ejecución de las sanciones, lo que. A su turno el artículo 3º del Decreto 2636 de 2004, por el cual se modificó el 14 de la Ley 65 de 1993, atribuyó al gobierno la ejecución de la pena privativa de la libertad, el control de las medidas de aseguramiento, del mecanismo de seguridad electrónica y de la ejecución del trabajo social no remunerado, por intermedio del Instituto Nacional Penitenciario. Es preciso anotar que conforme a la sentencia C-394 de 1995, la Corte Constitucional había interpretado que por ejecución debía entenderse en esta disposición lo estrictamente asociado a las actividades de contenido administrativo, en razón a que la ejecución de la pena en rigor es competencia jurisdiccional de los jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad. Sin embargo, describir las funciones el INPEC como un mero administrador de la ejecución de las penas, medidas de seguridad y los mecanismos de seguridad electrónica, no parece suficiente en tanto por ello no se entienda que se trata más bien de la administración y ejecución del tratamiento penitenciario. 1.3. Ministerio Público. De conformidad con la misma disposición, esto es, el artículo 459 de la Ley 906 de 2004, al Ministerio Público le fue deferida la función de poder recurrir cualquier determinación surgida con ocasión de la ejecución de la pena o medida de seguridad. Específicamente señala, En todo lo relacionado con la ejecución de la pena, el Ministerio Público podrá intervenir e interponer los recursos que sean necesarios.

Si bien se ha polemizado acerca de la participación del Ministerio Público en las actuaciones penales desarrolladas con ocasión del sistema acusatorio, entendiendo que no es preciso contar con un fiscal y simultáneamente con un procurador o personero cuando hace la veces de Ministerio Público, en tanto estarían llamados a cumplir las mismas funciones de abogados del estado, tanto más acerbas las críticas cuanto se identifica la tendencia a coadyuvar las pretensiones de los fiscales sin mayor ponderación, lo cierto es que en relación con la ejecución de las penas y las medidas de seguridad, su intervención como garantes de legalidad es decisiva puesto que ante los jueces de ejecución de penas y ante el INPEC, no se dispone de intervención de control por parte de otros funcionarios del estado. La propia Constitución Política mediante su artículo 277.7 autorizó al Ministerio Público para intervenir en los procesos y ante las autoridades judiciales o administrativas, cuando sea necesario en defensa del orden jurídico, del patrimonio público, o de los derechos y garantías fundamentales. Lo cual implica que se encuentra facultado para actuar tanto ante el juez de ejecución de penas como ante el INPEC, en procura de hacer valer los derechos de las personas sujetas a tratamiento penitenciario. En desarrollo de tal precepto y particularmente cuanto tiene relación concreta con el tratamiento penitenciario, señala el Decreto 262 de 2000 en su artículo 26.7 que corresponde a las Procuradurías Delegadas “7. Velar por la defensa de los derechos fundamentales en las entidades de carácter público o privado, especialmente en los establecimientos carcelarios, judiciales, de policía y de internación psiquiátrica, a fin de que las personas sean tratadas con el respeto

debido a su dignidad, no sean sometidas a tratos crueles, inhumanos o degradantes y tengan oportuna asistencia jurídica, médica y hospitalaria.” Con lo cual es evidente la asignación de funciones que pueden ejercer ante el INPEC. Y respecto de los jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad, el mismo Decreto a través del artículo 42 indicó que los procuradores judiciales con funciones de intervención en los procesos penales actuarán ante aquéllos. Significando que dispone de plenas atribuciones funcionales para intervenir en todos los procedimientos atinentes a la ejecución de la pena, y dentro de ella a la práctica misma del tratamiento penitenciario, pudiendo interponer recursos contra las decisiones judiciales y administrativas, formular requerimientos, presentar evidencias, y en fin, también todas aquellas que contribuyan a la idónea ejecución de sus facultades. Al verificar que el código de procedimiento indica específicamente que los procuradores podrán intervenir e interponer los recursos que sean necesarios, se está facultando plenamente a los procuradores judiciales para que formulen requerimientos de cualquier índole, en la medida que se orienten a la realización de las funciones deferidas. Desde luego, en desarrollo de la defensa del patrimonio público están igualmente facultades para formular requerimientos contrarios a los intereses de los condenados, por ejemplo, demandando la revocatoria de beneficios por no pago de las multas, cauciones o indemnizaciones que deban sufragar. Pero están igualmente facultades para hacer valer los derechos de los internos sin restricción alguna, y ello incluye la posibilidad de cuestionar las verificaciones o diagnósticos de los CET, bien a causa de sus procedimientos o consideraciones, como también requiriendo su complementación

o aclaración, incluso, podrían intervenir activamente en el ejercicio de sus funciones en calidad de observadores directos, o garantes de legalidad de los procesos aplicados.

2. Régimen legal del tratamiento penitenciario El ejercicio de la función punitiva del estado concluye en la administración del castigo, si bien esta institución se encuentra regulada en el título XIII de la Ley 65 de 1993, las disposiciones fueron objeto de desarrollo mediante las resoluciones 4105 de 1997 y 5964 de 1998, las cuales fueron revocadas y sustituidas por la resolución 7302 de 2005. Así mismo se encuentra vigente la resolución 2521 de 2006, adicionada por la 2906 del mismo año; y debe mencionarse así mismo, la resolución 2392 de 2006. Este es el cuerpo normativo que a nivel nacional regula el tratamiento penitenciario en Colombia, y el trasfondo jurídico a partir del cual se debe operar su análisis.

2.1.

Principios rectores. Si bien el título I de la Ley 65 de 1993 consagró los principios rectores, al repasar el texto del artículo 1º de la Resolución 7302 de 2005 se advirtió que lo principios de la atención y el tratamiento penitenciarios, se encuentran tanto en el régimen penitenciario como en la Constitución Política, y en las resoluciones de Naciones Unidas, es así que se mencionan el respeto a la dignidad humana, la convivencia y la concertación, la gradualidad y la progresividad, legalidad, igualdad, equidad, pacificación y autonomía.

En primer lugar, debe recordarse que mediante una resolución, conforme al orden jerárquico de las disposiciones legales del sistema normativo, no es probable modificar una ley. Sin embargo, y en razón a ese mismo orden están llamados a prevalecer la Constitución por ser norma de normas (artículo 4º) y, vía bloque de constitucionalidad, las disposiciones de Naciones Unidas que, como en este caso erige derechos fundamentales de las personas privadas de la libertad (artículo 93). Consecuentes con estas observaciones, se verifican los principios enervados por la Ley 65 de 1993, con las variables generadas con ocasión de la Constitución y Naciones Unidas: a) Legalidad (¿?): erróneamente tituló así a lo que en realidad corresponde al principio de libertad. b) Igualdad: reconoce la

igualdad en los términos de

Constitución,

agregando

que

distinciones

razonables

por

ello

no

motivos

la

obsta

establecer

de

seguridad,

resocialización y cumplimiento de la pena, lo cual es perfectamente correspondiente con los postulados de Naciones Unidas. Se advierte que la probabilidad de generar tratamientos penitenciarios diversificados en función de las personas sujetas al mismo, fue avalado por la Corte Constitucional, al hallar que dicha previsión no se opone al principio constitucional de igualdad (Sentencia C-592 de 1998).

c) Legalidad de las penas: siguiendo las previsiones de las tendencias iluministas, consagró el principio de tipicidad de las penas, conforme con el cual, no pueden aplicarse penas que no se hallen legalmente consagradas (Beccaria, 1982), lo que es compatible con la Constitución y Naciones Unidas. d) Dignidad humana: teniendo en cuenta que se trata del principio que rectora todas las disposiciones por razones que ya han sido destacadas, no debería ser este el quinto principio sino que, por orden constitucional y de derecho internacional, en realidad es el primero, tal y como surge así mismo del artículo 143 de la Ley 65 de 1993, (Ib. parágrafo 1º del artículo 8º de la Resolución 7302 de 2005). e) Proscripción de las penas de muerte, destierro, prisión perpetua, confiscación, desaparición forzada, tortura, tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes: así lo señala Naciones Unidas y lo reitera la Constitución. f)

Tipicidad de los motivos de la privación de la libertad: sólo opera, es decir el sistema penitenciario no puede recepcionar personas sino por orden judicial generada de condena, detención preventiva o captura legal, es decir, deja por fuera la captura en flagrancia, lo cual reitera que el INPEC es autoridad estrictamente ejecutora de la orden judicial, no pudiendo entrar a valorar el aserto que haya llevado al juez a ordenar la privación de

la

libertad,

más

que

para

aspectos

estrictamente

administrativos. Consecuente con lo cual el artículo 1º del Decreto 2636 de 2004 ordenó que persona alguna puede permanecer en establecimiento de reclusión sin que exista orden judicial. g) Función resocializadora: previno que es esta es la función prevalente sobre la protectora y preventiva general. sobre el particular ya hubo ocasión de advertir las inconsistencias frente al código penal. Desde esta perspectiva si bien la Constitución no se ocupó del tema en particular, lo cual es atendible, Naciones Unidas informa de un evidente predominio a la función general preventiva, no sin advertir que este es un punto que cada estado debe regular de conformidad con su régimen interno, de manera que no hay incompatibilidad. Por lo demás conviene recordar que la Corte Constitucional ha encontrado en dicha

tendencia

apoyo

en

el

derecho

internacional,

específicamente en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Sentencia C-430 de 1996, M.P. Carlos Gaviria Díaz). h) Finalidad del tratamiento penitenciario: siendo este sí un aspecto exclusivo del régimen penitenciario, distingue la Ley 65 de 1993 que el tratamiento penitenciario tiene la finalidad de alcanzar la resocialización del infractor de la ley penal, mediante el examen de su personalidad y a través de la disciplina, el trabajo, el estudio, la formación espiritual, la cultura, el deporte y la recreación, bajo un espíritu humano y solidario. La disposición

resulta compatible con los principios y valores constitucionales, así como con lo postulado por Naciones Unidas. i)

Sistema progresivo: siguiendo las tendencias identificadas de Naciones Unidas erigió el sistema progresivo como el método del cumplimiento de la pena.

2.2.

Objetivo. La Ley 65 de 1993 consecuente con sus disposiciones rectoras, definió el objetivo del tratamiento penitenciario como preparar al condenado, mediante sus resocialización para la vida en libertad (artículo 142), razón que reitera la adscripción del código penitenciario a la tendencia preventivo especial positiva, (Ib. artículo 4º de la Resolución 7302 de 2005).

2.3.

Componentes. Si bien la ley no define lo que es o debe entenderse por tratamiento penitenciario, ofrece cuatro aspectos característicos del mismo (artículo 143 de la Ley 65 de 1993).

En primer lugar indica que se despliega desde que una persona es condenada en única, primera o segunda instancia o cuyo recurso de casación se encuentre pendiente (artículo 8º de la Resolución 7302 de 2005). Se advierte que no se condiciona el inicio del tratamiento penitenciario a que la sentencia se encuentre ejecutoriada, es decir, que haya hecho tránsito a cosa juzgada material o lo que es igual, se encuentre en firme o haya adquirido la condición de ejecutable.

Ello se explica en el hecho de que el artículo 177 de la Ley 906 de 2004 señala que la apelación contra la sentencia condenatoria o absolutoria se concede en el efecto suspensivo, significando que aún cuando se da cumplimiento a la decisión, la competencia del a quo o funcionario de primer grado se suspende y es adquirida por el de segunda instancia (Sentencia C-047 de 2006 M.P. Rodrigo Escobar Gil). En segundo término señala que el tratamiento se despliega en función de la dignidad y las necesidades específicas de la personalidad de cada persona sujeta al mismo (artículo 143 de la Ley 65 de 1993), lo cual implica que le informa carácter individual, es decir, que se debe generar un programa concreto por cada interno en razón de sus condiciones, principalmente su personalidad y, desde luego debe considerarse la sentencia que generó el tratamiento, como habrá de verse más adelante, los CET deben estudiar la totalidad del proceso penal como presupuesto de análisis y seguimiento individual de cada interno. En tercer lugar añade que el tratamiento se verifica a través de la educación, la instrucción, el trabajo, la actividad cultural, recreativa y deportiva y las relaciones de familia. Llama la atención el que no se hubiese hecho mención alguna a la disciplina. Y en cuarto orden indica el código que el tratamiento se basará en el estudio científico de la personalidad del interno, así mismo que será progresivo, programado e individualizado hasta donde sea posible. A

tal efecto los directores de los establecimientos penitenciarios se encuentran en la obligación de organizar, divulgar y ejecutar un sistema

de

oportunidades

ajustado

a

las

características

y

necesidades del establecimiento que permita el tratamiento en estos términos (parágrafo 1º del artículo 8º Resolución 7302 de 2005).

2.4.

Fases. El tratamiento penitenciario, dada su estirpe progresiva, fue dividido en cinco fases que tiene inicio en la de observación, diagnóstico y clasificación del interno, de conformidad con bases científicas que permitan evaluar su personalidad; la observación cubre a su vez los momentos de adaptación, sensibilización, motivación y proyección (artículo 10 Resolución 7302 de 2005). En segundo sobreviene la fase de alta seguridad que comprende el periodo cerrado. En tercer lugar la mediana seguridad es decir, el periodo semiabierto. En cuarto lugar la fase de mínima seguridad o período abierto. Y en quinto lugar la fase confianza, que debe coincidir con el otorgamiento de la libertad condicional. Advierte el artículo 144 de la Ley 65 de 1993, que la ejecución del programa será gradual en consideración a la disponibilidad de personal y la infraestructura de los centros. La preconcepción de un tratamiento ceñido a estas etapas no resulta consecuente con la orden de estimar en todo caso las condiciones individuales de los internos, criterio a partir del cual se genera el programa en sí mismo considerado. Sin embargo, se previó la

posibilidad de que los CET concluyan que el interno no precisa de tratamiento penitenciario, caso en el cual la opción es ubicarlo en la fase de seguridad compatible con la que haya previsto la ley (Ib. Resolución 7302 de 2005).

2.5.

Consejo de Evaluación y Tratamiento (CET). Indica la Ley 65 de 1993 (artículo 145) que el tratamiento del sistema progresivo será realizado por medio de grupos interdisciplinarios integrados por abogados,

psiquiatras,

sociales,

médicos,

psicólogos, terapistas,

pedagogos,

trabajadores

antropólogos,

sociólogos,

criminólogos, penitenciaristas y miembros del Cuerpo de Custodia y Vigilancia. De forma más precisa la Resolución 7302 de 2005 los definió como el órgano colegiado encargado de realizar el tratamiento progresivo de los condenados (artículo 9º), lo que es una reiteración de lo que se consignó en el artículo 79 del Acuerdo 011 de 1995, pero su conformación se contrajo a mínimo tres integrantes que garanticen un concepto interdisciplinario desde los aspectos jurídico, de seguridad y biopsicosocial (…) (parágrafo 2º del artículo 9º). Aún cuando señala la Ley 65 de 1993 que su principal función es establecer qué condenados requieren tratamiento penitenciario después de la primera fase y, a cuál debe acceder enseguida, fue mediante el Acuerdo 011 de 1995 (artículo 79) que se discernieron sus funciones precisas:

a) Iniciar y mantener un seguimiento permanente a cada uno de los internos a cuyo efecto deberá basarse en un estudio a profundidad del proceso penal que concluyó con la condena, documentos, entrevistas personales y familiares y, observación del comportamiento. Sus observaciones deben consignarse en al cartilla biográfica de cada interno. Por seguimiento debe entenderse, según lo refiere el artículo 10º de la Resolución 7302 de 2005, la verificación efectuada por el CET que permite, a través de la aplicación de los instrumentos científicos y jurídicos, determinar el cumplimiento del plan de tratamiento del interno (a) durante su proceso en cada una de las fases, evidenciando sus avances o retrocesos. A tal efecto se generaron dos tipos de seguimiento, el primero, en fase, e interfase, según se trate de la verificación del comportamiento dentro de una misma fase y su evolución, o se verifique el cumplimiento de requisitos objetivos y subjetivos para modificar la fase en que se halla, para lo cual debe rendir un concepto integral consignado en un registro de calidad. b) Analizar transdisciplinarmente a cada uno de los condenados, determinar el tratamiento que requieren y conceptuar acerca del tipo de establecimiento en que debe ser recluido. Dichos conceptos deben contener: análisis jurídico, análisis de objetivos propuestos en el plan de tratamiento penitenciario, análisis de medidas restrictivas, análisis del desempeño ocupacional,

análisis de desarrollo y crecimiento personal, análisis de logros académicos y, análisis de la calificación de la conducta (Ib. Resolución 7302 de 2005). c) Proponer, desarrollar y participar en los programas terapéuticos estimados como fundamentales del tratamiento penitenciario. d) Manifestarse ante la Junta de Evaluación de Trabajo, Estudio y Enseñanza, en relación con las áreas de su competencia, respecto de cada uno de los internos que deban someter su situación a élla. e) Asesorar al juez de ejecución de penas en las decisiones que deba adoptar en relación con la ejecución de las penas. No queda claro sin embargo si esta función debe cumplirse a solicitud del juez o, si se estima como necesaria su participación en la adopción de las determinaciones.

2.6.

Limitaciones de los Consejos de

Evaluación y Tratamiento

Penitenciario. Pese a que se generaron una serie de presupuestos de carácter especializado para el tratamiento penitenciario, entre los cuales se destacan los CET, como organismos que por su configuración estarían llamados a mejores análisis de la situación de los internos y el desarrollo mismo del tratamiento penitenciario, registran una serie de limitaciones legales que pueden concretarse en las siguientes:

a) La condena, en los términos en que la suscitó el juez de conocimiento,

resulta

determinante

para

efectos

de

la

clasificación de los internos habida cuenta que para ello deben estimarse los factores objetivos y subjetivos, esto es, en primer término, los elementos que a nivel jurídico permitieron definir la situación de la persona tales como el delito, la condena, periodos involucrados y, antecedentes. Mientras que el factor subjetivo es arrojado por la personalidad y el desarrollo dentro del programa. Teniendo en cuenta que estos factores son objeto de evaluación por los CET, y que el juez de conocimiento, incluso, el juez de ejecución de penas está llamado a formular juicios con base en criterios similares, todo señala que la decisión del juez se sobrepone a las conclusiones de estos equipos, lo cual no corresponde con el carácter especial que ha querido atribuirse al tratamiento penitenciario. b) Cuando los CET concluyen que la persona no precisa de tratamiento penitenciario, deben ser incorporados en la fase que sea legalmente viable. Siendo el criterio determinante la viabilidad legal, se encuentran dos limitaciones concretas previstas, en primer lugar, que la persona acceda a la mínima seguridad cuando haya generado las condiciones que facultan la libertad condicional, la cual es concedida por el juez de ejecución de penas cuando, considerada la gravedad del delito, haya cumplido las dos terceras partes de la pena, haya observado una

conducta tal durante el tratamiento penitenciario que permita suponer fundadamente que no precisa continuar en tratamiento penitenciario, y haya sufragado la totalidad de la multa y los perjuicios causados a las víctimas, en el evento quela codena lo haya previsto (artículo 5º de la Ley 890 de 2004, por la cual se modificó el artículo 64 de la Ley 599 de 2000). En segundo lugar, cuando la persona haya sido condenada dentro los cinco años anteriores por delito doloso o preterintencional (artículo 32 de la Ley 1142 de 2007, mediante el cual se adicionó el artículo 68A a la Ley 599 de 2000). c) Los CET no podrán promover a un interno a fase de mediana seguridad si por el factor objetivo la ley lo prohíbe, el interno se encuentra requerido por otras autoridades –pese a que la norma no lo señala, debe entenderse “autoridades penales” puesto que el

ser

requerido

por

ejemplo

por

autoridades

civiles,

administrativas o disciplinarias, no es claramente incidente en el tratamiento penitenciario-, haber sido notificados de una nueva condena –no es claro si por “nueva condena” debe entenderse por hechos posteriores a los que generaron la que propició la condena que ocupa en ese momento al CET, o simplemente una condena sucedánea con independencia de los hechos que la generaron-, no haber cumplido una tercera parte de la pena impuesta o el 70% en el caso de provenir la sentencia de juez especializado, o si su movilidad fue restringida por constituir

riesgo contra otras personas. Por el factor subjetivo, generados en registrar altos niveles de violencia, no asumir las normas de convivencia en comunidad, insensibilidad oral o registrar trastornos severos de personalidad, no participar activa y responsablemente en el sistema de oportunidades, cuando el psiquiatra haya conceptuado acerca de la necesidad de tratamiento

especializado

a

causa

de

las

limitaciones

provenientes de su salud mental, o cuando deban permanecer en alta seguridad en concepto de la junta de distribución de patios y asignación de celdas. d) Para que un interno pueda acceder a fase de mediana seguridad debe haber cumplido una tercera parte de la pena impuesta hasta cuando alcancen cuatro quintas partes del tiempo requerido para acceder a la libertad condicional. e) El seguimiento en fase no puede durar menos de seis meses.

III. CONCLUSIONES A PARTIR DE LA COMPARACIÓN DEL RÉGIMEN INTERNO CON EL INTERNACIONAL

La capacidad sancionatoria del estado constituye una de las expresiones del poder político que por antonomasia definen el ejercicio de la soberanía. En materia penal la función punitiva es quizás la más grave expresión de disminución o eliminación de derechos fundamentales, incluso, de derechos reputados como

“naturales” (Kaser, 2004) de las personas sujetas a su jurisdicción; con consecuencias de tal magnitud que sólo puede compararse con otro fenómeno tan agresivo en sus efectos como es la guerra. Razón que se explica en el fenómeno consistente en que la función punitiva o sistema de castigo penal, tiene el efecto de producir los más graves índices de aflicción legítima de las personas. Por ser connatural al ejercicio mismo de la soberanía, el poder penal de los estados ha venido siendo controlado desde tiempos relativamente recientes; podríamos sostener que se remonta a partir de lo que se conoce como etapa del iluminismo o humanización del derecho penal (Beccaría, 1982), época desde la cual el poder nacional se ha venido visto controlado predominantemente por el derecho internacional, de conformidad con el desarrollo creciente de instrumentos internacionales que permiten calificar el mínimo de legitimidad que debe observarse en ejercicio del ejercicio del poder punitivo. Ese sistema de control internacional se ha expresado de varias formas, entre las cuales cabe distinguir el desarrollo de lo que en doctrina se conoce actualmente como “principialística”, o más comúnmente definido como sistema de normas rectoras que incluyen y destacan los denominados derechos y garantías fundamentales de las personas sujetas a procesos penales y castigos posteriores a la sentencia condenatoria (Montero, 1997). Por ejemplo, la interdicción del non bis in ídem, la prohibición de la cosa juzgada, el derecho a ser vencido en juicio tras ser escuchado como presupuesto de validez para que pueda producirse una sentencia de contenido adverso al procesado, etcétera, y en particular en cuanto al tratamiento penitenciario, el predominio de la dignidad humana o la prospectiva individual del tratamiento penitenciario. Conforman un sistema de derechos y garantías que

limitan y califican el ejercicio del poder penal, de suerte que su puntual observancia imprime a las decisiones judiciales y administrativas vinculadas, particularmente a las sentencias condenatorias, el carácter de legitimidad que permite tenerla como válida ante cualquier otra jurisdicción. Este sistema de control tiene varias expresiones o atiende varios instantes del ejercicio del poder punitivo. Inicialmente impacta la administración misma de este poder, a través de lo que ha sido conocido como política penal o política criminal del estado, sin que se haya previsto un ejercicio probable de eliminación del derecho penal, debe tomarse como necesaria la existencia misma de una política penal, aun cuando no necesariamente se proyecte sobre un programa de política criminal. Debe entenderse para estos efectos como administración del poder penal, si bien suele confundirse con la idea de programa de política criminal, es preciso hacer la salvedad que cuando un estado ejerce dicho poder, -y no se sabe de uno solo que haya pretendido no hacerlo, excepción hecha del régimen estalinista que intentó suprimir el derecho penal, con el efecto social de no haber sido decepcionada la propuesta por parte de la sociedad, la cual continuó comportándose como si siguiera existiendo (Paredes, 2003; Roxin, 1997; Martínez, 1990Foucault, 1984).

Naturalmente la administración del castigo penal de injerta en la práctica misma de la política penal, no sólo porque el sistema penitenciario hace parte instrumental de la estructura punitiva, sino porque particularmente los consejos de evaluación y tratamiento atienden criterios orientados en mayor o menor medida generados en dicha política y, la ejecutan en cuanto hace a sus competencias (artículo 145 y ss. Ley 65 de 1993). Luego son los CET operadores de la pena en cuanto se ubican en el contexto de su ejecución, antes que en la persecución penal que, sea dicho de paso, constituye el mecanismo de disuasión más significativo incluso sobre la pena según lo refirió Roxin (1997).

Siguiendo los lineamientos internacionales del derecho penal en general y de la función punitiva especialmente, la administración del castigo se encuentra condicionada por las prácticas y las tendencias internacionales, así que el alejamiento de éstas constituye el principal criterio de ilegitimidad. Así como surgieron principios internacionales del derecho penal, tal y como se ha puesto en evidencia, también existen principios de la ejecución de la sanción penal determinados desde el orden internacional. Por manera que es preciso recabar a fin de establecer lo convergente o divergente que pueda resultar la legislación nacional, con miras a establecer el estado del arte de la ley nacional. Hechas las exposiciones que permiten suscitar la comparación se advirtió que muy particularmente a partir de la Resolución 7302 de 2005, se tendió a contemporizar el régimen penitenciario y carcelario con las disposiciones internacionales. No obstante se observó que las modificaciones habrían sido operadas desde una resolución hacia una ley, lo cual desde la visión kelseniana del derecho no es probable (Kelsen, 1994). De cualquier forma se relievó la influencia de las resoluciones de Naciones Unidas en el régimen interno, y ello ciertamente encuentra sustento en el bloque de constitucionalidad. Desde esta perspectiva se puede concluir que la legislación nacional es muy próxima a la preceptiva de Naciones Unidas. En primer lugar, por el predominio del principio de dignidad humana como eje rector e interpretativo del tratamiento penitenciario. Como derivación del mismo surge el tratamiento penitenciario progresivo, individual y diferencial, perfectamente consecuente con Naciones Unidas.

Otro tanto puede señalarse respecto del predominio de la función judicial, entendiendo que finalmente es el juez, en nuestro caso el de ejecución de penas, el llamado a adoptar las decisiones de mérito. En cambio, siguiendo el mismo criterio de contraste, se encontraron algunas diferencias que deben ser revisadas para la optimización y coherencia funcional de los CET. 1. En primer lugar se advierte una divergencia no sólo entre las disposiciones nacionales e internacionales sobre las funciones de la pena, sino entre las distintas normas nacionales. Advertimos como el código penal se pliega sobre la función preventiva general, siguiendo ex professo a Naciones Unidas, mientras que el código penitenciario y carcelario se inclina por la función resocializadora, lo que a fortiori parece ser más consecuente con el principio de dignidad humana. SI bien Naciones Unidas no demanda la adhesión de los países miembros a favor de una u otra explicación de las funciones de la pena, convendría unificar la ley interna, para facilitar la interpretación de los procedimientos y el tratamiento penitenciario mismo. Debe inquietarse acerca de si las funciones y fines de las penas deben ser las mismas que las del tratamiento penitenciario, y lo más consecuente conforme a una visión lógico sistémica del ordenamiento, es que coincidan. 2. En segundo lugar, si bien Naciones Unidas no hace referencia a instituciones como el Ministerio Público, si se nutre de la idea esencial que en una organización política basada en la dignidad humana, todo poder funcionalmente capacitado para disminuir en mayor o menor medida derechos fundamentales, debe ser controlado. En el caso de Colombia una

de las manifestaciones de ese control surge de las funciones que cumple el Ministerio Público en relación con la ejecución de la sanción penal en general, y del tratamiento penitenciario en particular. Sin embargo, no se evidencian mecanismos de notificación que permitan en términos reales hacer efectiva la participación del Ministerio Público. Por ejemplo, no surge de las disposiciones legales formas de convocarlo a las reuniones de los CET, ni manera de participarles sus evaluaciones, las cuales deberían ser controladas por ellos dentro del ámbito funcional deferido. 3. Naciones Unidas tampoco se ocupa de los sistemas procedimentales que deben observarse en desarrollo del tratamiento penitenciario. De cualquier forma se tiende a que sean garantizados los derechos de las personas, y que se desplieguen procesos abiertos y sujetos a control social. Justamente el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional refleja un esquema procesal internacionalmente avalado, caracterizado por surtirse mediante audiencias públicas, orales y concentradas, presididas por un juez imparcial. Y precisamente en Colombia surgió un esquema procesal a partir del Acto Legislativo 03 de 2002 a partir del cual surgió la Ley 906 de 2004, mediante la cual se erigió el llamado sistema acusatorio y adversarial. Sin embargo, en materia de tratamiento penitenciario, pese a la naturaleza judicial de las decisiones que se adoptan, su envergadura y trascendencia en las prácticas sociales y las vidas individuales de los internos, no se ha desarrollado un sistema de audiencias públicas, orales ni concentradas, sino que se persiste en el recurso escriturario, sin debate, sin inmediación

del juez, ni posibilidad de contradicción por parte del interno, su defensor o el Ministerio Público. 4. Pese a que es aparentemente claro que la autoridad judicial, es decir, el juez de ejecución de penas y medidas de seguridad, tiene funciones claras e independientes, no susceptibles de confusión con las de la autoridad administrativo-operativa que es el INPEC respecto del tratamiento penitenciario, existen cruces de competencias en el análisis de aspectos objetivos y subjetivos, debido a que pueden ser simultáneamente evaluados por las dos autoridades. Por ejemplo, para el acceso a fase de confianza, los CET deben estimar factores típicamente subjetivos tales como la personalidad del interno o sus antecedentes. Aspecto que también debe evaluar el juez de ejecución de penas para conceder la libertad condicional. Teniendo en cuenta que para acceder a la fase cinco debe ser procedente la libertad condicional, se encuentra con que las dos autoridades están llamadas a pronunciarse sobre el mismo aspecto, pudiendo haber en donde resulta más digno de crédito los análisis del CET por su especialidad y diversidad, pero quedan sujetos a la decisión del juez. Por manera que convendría generar ámbitos funcionales reservados a cada autoridad penitenciaria, sin lugar a cruces o, que mediante el sistema de audiencias públicas pudiese debatirse entre las mismas la decisiones a tomarse. 5. A diferencia de lo previsto por Naciones Unidas la legislación interna no desarrolla al menos de forma expresa, lo atinente a la corresponsabilidad social en desarrollo del tratamiento penitenciario, como tampoco genera claras formas de participación social en el mismo, ni previó la reproducción

de condiciones socio-culturales del interno similares a las que se desprenden de su entorno social, familiar y laboral. Curiosamente este precepto que se desconoce, si bien no se niega, debería ser uno de los bastiones del tratamiento penitenciario, en la media que procura mejores condiciones de resocialización, la cual es la función más destacada tanto de la sanción como del tratamiento mismo, conforme al régimen de la Ley 65 de 1993. 6. Tampoco

reproduce

la

legislación

interna

un

régimen

claro

de

autoevaluación, como el que mediante los inspectores previno Naciones Unidas como mecanismo de verificación de cumplimiento de la ley y los estándares internacionales que involucra el tratamiento penitenciario.

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i

Mientras que Claus Roxin perpetúa la concepción tríptica del delito como conducta típica, antijurídica y culpable, Jakobs elimina la idea de la culpabilidad dolosa y la sustituye por la de evitabilidad. ii

Un importante análisis crítico de lo que ha sido la implementación del sistema acusatorio en Colombia se encuentra en Arias Duque Juan Carlos, El Sistema Acusatorio Colombiano. Análisis desde su implementación. Ediciones Jurídicas Andrés Morales. 2006.

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