Evolución histórica de la sociedad europea

January 6, 2018 | Author: Anonymous | Category: Apuntes, Apuntes Universitarios, Historia, Historia Moderna
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VII. LA SOCIEDAD EUROPEA Tradicionalmente la sociedad del Antiguo Régimen europeo ha venido definiéndose como una sociedad estamental, heredera del orden medieval. Este tipo de clasificación obedece a los siguientes criterios: • posición determinada desde el nacimiento. • Diferencias jurídicas entorno al privilegio • Tres estamentos: nobleza, clero y estado llano o tercer estado • Estanqueidad de los estamentos suavizada por fenómenos de osmosis Los grupos se segregan como espacios absolutamente cerrados y en la que late una repulsión profunda por el otro. Caracterizada por la existencia de dos estamentos minoritarios, la nobleza y el clero, jurídicamente privilegiados respecto a un tercer estamento definido por exclusión, su carácter no privilegiado: el estado llano. Cada uno de ellos desempeñaría una función complementaria de las funciones del resto. Los nobles velarían por la seguridad. El clero se encargaría de la dirección espiritual. Los privilegios se legitimarían como medio de recompensar. Esta visión encumbre una proyección ideal, que busca justificar ideológicamente las prerrogativas de unos grupos de dominantes interesados en la auto perpetuación de su papel dirigente y de los beneficios derivados del mismo. Las diferencias de fortuna introducían en los Estados un amplio espectro de desigualdades, que determinaban la existencia de un gran número de grupos heterogéneos. En el Estado llano las diferencias serian incluso más numerosas, dependiendo de niveles de fortuna, status profesionales y otros diversos criterios. El concepto de privilegio no estaba restringido a nobleza y clero. Los cuerpos y grupos privilegiados eran muchos y variados. Los gremios urbanos gozaban de privilegios corporativos respecto a la producción y comercialización de sus productos. Los privilegios locales y provinciales. Los privilegios jurídicos aparecen como un elemento más de juicio para discernir las jerarquías sociales. Es cierto que un noble o un eclesiástico, por míseros que fueran, disfrutaban íntegramente de las preeminencias de sus respectivos estamentos. Y que un burgués enriquecido por los negocios se hallaba a priori privado de las mismas. Pero la fortuna deparaba posibilidades abundantes de medrar socialmente y de flexibilizar las rigideces teóricas de las fronteras estamentales que distanciaban al plebeyo del noble. LAS CLASES PRIVILEGIADAS La nobleza A principios de la Redad Moderna el estamento nobiliario comenzó a experimentar un proceso de mitificación. En sus filas coincidieron dos sectores diferenciados por su origen social. Por un lado, la vieja nobleza feudal representaba la continuidad de los linajes. Tales linajes se distinguían por su fuerte poder económico, de base territorial, por la acumulación de señoríos y por su grado de influencia político−social. En algunos casos, los territorios constituían pequeños Estados, obstáculos en el proceso de construcción de un poder centralizado. Pero se enfrentaba ahora a la ascensión de una nueva nobleza, nutrida en buena medida de elementos de origen burgués, cuya vía hacia el ennoblecimiento vino representada por el privilegio real, dispensado en 1

ocasiones como forma de compensación de servicios al estado. La joven maquinaria estatal requería servidores útiles y capaces, de formación jurídica y universitaria, que ejercieran eficazmente funciones burocráticas en los cuadros de la Administración, cuyos servicios se pagaron a veces mediante la concesión del estatuto de nobleza. Estos nuevos nobles lo eran por privilegio real, pues solo al rey correspondía la facultad para hacer nobles. Generalmente la vieja nobleza miraba con desden y recelo a éstos que consideraba advenedizos de inferior calidad (el rey podía hacer un noble, pero un caballero). En momentos en los que atravesaron por fuertes aprietos financieros, las Monarquías no dudaron en vender cartas de nobleza como una forma añadida de atraer recursos monetarios hacia sus exhaustas arcas. Otras veces se trataba simplemente del ascenso de la burguesía enriquecida, que utilizaba su fortuna como palanca de promoción social. Durante todo el siglo XVI los monarcas no abusaron de su prerrogativa de elevar a individuos a la nobleza, aspecto que diferencia al siglo XVII, en el que se produjo una verdadera inflación de honores. El número de nobles y sus categorías La nobleza representaba una minoría dentro del conjunto social. En cualquier caso, existían contrastes regionales. El conjunto de la nobleza de los primeros siglos modernos compartía, por lo general, un sistema de valores mentales y participaba por igual de los privilegios jurídicos y sociales del estamento. Sin embargo, no puede hablarse de una completa horizontalidad dentro del grupo. Se articulaba jerárquicamente, dando lugar a diversas categorías de nobles. Hay que hacer notar que en los primeros tiempos modernos la lata nobleza evolucionó de rural a cortesana. Tendieron a desplazarse hacia la corte de los monarcas, en la que desempeñaban cargos y recibían honores. Esta tendencia se hizo más acusada con la fijación de la capitalidad política de la Monarquía. El volumen de ingresos que recibían las arcas de las haciendas de los altos nobles, aunque contrapesado por los enormes gastos que implicaba el mantenimiento de un costoso tren de vida, era muy elevado. Tales ingresos procedían de las rentas de las tierras que formaban parte de mayorazgos y señoríos, así como de la fiscalidad señorial impuesta sobre sus vasallos. En Francia, como en España, existía también un grupo de grandes, de reducidas dimensiones, que conformaban la alta nobleza de rango superior, nobleza titulada y grandes. Según Goubert, caracterizan a este grupo las siguientes notas: • Era una nobleza muy antigua, no necesitaba de pruebas • Disponía de una fortuna brillante basada en dominios territoriales, aunque se trataba de una fortuna frágil debido a su dispersión, que implicaba disfuncionalidades y problemas de administración • Mantenía pretensiones políticas, que generalmente implicaban la resistencia al poder absoluto del monarca y la administración real, así como el convencimiento de que sus miembros debían formar parte del Consejo real, ocupar ciertos cargos importantes (especialmente militares) y controlar el poder provincial Había también una nobleza media provinciana, propietaria de tierras y señoríos (caballeros). Por fin, existía una capa de nobleza inferior rural (hidalgos), de modestos medios económicos si se les comparaba con los de los otros escalones superiores, y a menudo empobrecidos a causa de las deudas contraídas con los prestamistas burgueses. Solían disponer de una casa señorial con varios sirvientes domésticos, de algunas tierras e, incluso, señoríos. 2

En Inglaterra también pueden comprobarse las diferencias entre una nobleza mayor y otra menor. El escalón superior estaba constituido por los pares, cuyo distintivo era el derecho a formar parte de la Cámara de los Lores. A lo largo del siglo XVI la condición de los pares se definió legalmente como categoría hereditaria inalienable. A los pares se les reconocía un conjunto de privilegios legales, económicos y políticos que los distinguía como aristocracia, diferenciándolos de la nobleza menor. En los escalones inferiores se hallaba la elite de los condados, que agrupaba a su vez a diversas categorías, y los simples caballeros. Privilegios y mentalidad de la nobleza Los privilegios disfrutados por la nobleza eran de tipo fiscal, judicial, militar, político y social. El conjunto de estos privilegios hacia del estamento un grupo que disponía de una consideración jurídica especial, netamente diferenciada del resto de la sociedad. Tales privilegios afectaban por igual a todos los miembros del estamento nobiliario, ignorando las diferencias que existían entre sus miembros. El no estar sujetos a la obligación de pagar impuestos era un rasgo primordial para diferenciar a los nobles de los no nobles. Este tipo de privilegios fiscales (cuyo valor era a menudo más simbólico que efectivo para las arcas señoriales) se justificaba por el deber de servir al rey con las armas. El impuesto, considerado signo de plebeyez, sobre todo el impuesto directo. Los privilegios judiciales. Los nobles tenían el derecho a ser juzgados por sus iguales y eludían comparecer ante los tribunales ordinarios de Justicia. El procedimiento judicial contra miembros de la nobleza excluía la aplicación de penas infamantes y les reservaba formas de prisión separada. Los derechos jurisdiccionales permitían a los nobles impartir justicia en sus señoríos, aunque éste debe tenerse como un rasgo consustancial a la jurisdicción señorial. En caso de sentenciarse la pena máxima, el noble no era ahorcado, al considerarse ésta una forma de muerte infame, sino decapitado. Privilegios militares. La identificación de la nobleza con el servicio de las armas tenía como efecto que, además de reservarse los miembros del estamento los puestos de dirección de los ejércitos, estuvieran exentos de las levas obligatorias, fórmula de reclutamiento que algunas Monarquías comenzaron a aplicar a fines del siglo XVI. Los privilegios políticos. Los pares ingleses además de disponer de una cámara propia en el Parlamento, monopolizaban de hecho los altos puertos de la casa real, ciertas embajadas y mandos militares y el cargo de virrey de Irlanda. En España, los Consejos de Estado y el de Guerra eran aristocráticos. Virreyes y embajadores pertenecían de hecho a la nobleza titulada. Sí era un privilegio de la nobleza el disponer de brazo separado en las reuniones de las Cortes, aunque se trataba más de un derecho teórico que efectivo. Los privilegios sociales y de honor. En España los nobles estaban exentos del cumplimiento de las leyes suntuarias que imponían austeridad en el vestir. Portar la espada en Francia era distintivo de nobleza. En muchos países, la exhibición de blasones. En las casas de la aristocracia el escudo heráldico en la fachada indicaba la calidad social de los moradores. Ocupar lugares preferentes en ceremonias públicas, disponer de enterramiento propio en lugares señalados de las iglesias. Mentalidad y formas de vida. La vocación militar, aún viva en el siglo XVI, parece apagarse paulatinamente a fines de esta centuria. La nobleza se hace cada vez más cortesana y de servicios, operándose en ella un cambio de actitud respecto a sus obligaciones militares, de las que empieza a desertar. El rechazo a la práctica de los negocios mercantiles y al ejercicio del trabajo manual consistía otro de los rasgos más sobresalientes de la mentalidad aristocrática. La nobleza era una clase ociosa. En Francia la dérogeance era un mecanismo riguroso. La legislación inglesa era más permisiva. El comercio marítimo 3

también era rechazado, a pesar de lo cual en ciertos centros mercantiles surgió una clase de nobles comerciantes. La aristocracia inglesa era mucho más propensa que la española o la francesa a la práctica del comercio. La nobleza era un grupo social rentista y terrateniente que concedía a la propiedad inmobiliaria (la tierra) un gran valor como fuente de prestigio. El afán de conservación de las propiedades inmuebles en el seno familiar dio lugar a la aparición de mecanismos legales de amortización. Mantener, transmitir y acrecentar el patrimonio eran los fines de instituciones como el mayorazgo (España), o el fideicomiso (Italia). Era una práctica más bien propia de este estamento privilegiado. Los hijos menores debían buscar otros destinos en el clero, el ejército o, en el caso español, la emigración a la Indias. El fuerte grado de endogamia grupal constituye otro de los rasgos típicos del comportamiento social de la nobleza. Aunque las mésalliances eran a veces utilizadas por los burgueses enriquecidos para acceder al estamento superior, por lo general concertaban para sus hijos matrimonios con individuos de idéntica condición social. El modo de vida de los estamentos superiores de la aristocracia se atenía a un tren lujoso. Vivir conforme a su estado se consideraba una obligación, implicaba no sólo observar unas pautas de comportamiento moral, sino también gastar con liberalidad en apariencia exterior. Los eclesiásticos y sus categorías El clero aparece como segundo estamento privilegiado. Si esta imagen puede sostenerse refiriéndola en exclusiva al mundo católico, donde el papel de la Iglesia no resultó apenas modificado con la llegada de los tiempos modernos. En cambio, en los ámbitos en los que la Reforma protestante acabó por imponerse se produjo un vuelco en las circunstancias que rodeaban a la organización eclesiástica y a la condición social de sus servidores. En las áreas reformadas los bienes de la Iglesia fueron secularizados, por lo que se vio privada de las grandes propiedades que habían servido de cimiento a su poder económico−social. Los pastores protestantes se integraron en sus comunidades en un mayor plano de igualdad, desprendiéndose de muchos de los signos diferenciales que distinguían al clero del resto de la sociedad en el mundo católico. Los establecimientos del clero regular y las propias órdenes religiosas fueron suprimidos. La realidad de un estamento clerical privilegiado formando parte sustancial de un orden social estamental se circunscribe a aquellos países en los que triunfó el catolicismo, y particularmente a los mediterráneos, con su proyección en le mundo colonial (Monarquías hispánica y portuguesa). Todo ello sin olvidar que en importantes áreas de Europa oriental prevalecía el Cristianismo ortodoxo, rodeado de sus especiales circunstancias. El clero católico era relativamente numeroso. Su distribución geográfica era muy irregular, ya que tendían a concentrarse en los principales núcleos urbanos. En las ciudades se localizaban los mejores beneficios eclesiásticos y abundaban las posibilidades de allegar medios económicos para el mantenimiento de personas e instituciones. El medio rural se hallaba en cierta medida desatendido desde el punto de vista espiritual. El ingreso en el estamento podía efectuarse tanto desde la nobleza como desde el estado llano. Se trataba de un estamento abierto, utilizado frecuentemente como vía de promoción social. Por encima de la vocación religiosa, ésta era la causa que determinaba a muchos individuos a tomar los hábitos. Para miembros no llamados a heredar el patrimonio familiar, el clero representaba una forma de alcanzar un medio de vida y una posición, con posibilidades de ascender escalando los peldaños de la carrera eclesiástica. Para individuos más modestos, el clero suponía, cuando podían ingresar en él, un estamento −refugio desde el que se podían eludir las fatigas de la miseria. El clero distaba de ser un grupo homogéneo. Desde el punto de vista social el conjunto de sus miembros 4

participaba por igual de los privilegios legales del estamento: exención fiscal y jurisdicción exenta eran los más significativos. Sin embargo, pueden tenerse en cuenta diversos criterios. Una división entre el clero secular o diocesano y el regular, adscrito a las diversas órdenes religiosas, cada una de ellas con su red de establecimientos a lo ancho del territorio. Dentro del clero regular debe distinguirse entre órdenes masculinas y femeninas. Pero, primordialmente, es necesario diferenciar un alto, un mediano y un bajo clero, estratos a los que paralelamente correspondían una específica posición en la jerarquía, una determinada situación económico−social y un distinto grado de instrucción. La interacción en estos grupos desde el resto de la sociedad se efectuaba de manera horizontal, es decir, el alto clero se nutriría de elementos de la aristocracia; el clero medio, de la mediana y baja nobleza, en general, de las capas medias de la sociedad; el bajo clero, finalmente, de las clases populares. El alto clero estaría formado por obispos y arzobispos y los canónigos de los cabildos catedralicios. El clero medio constaría de beneficiarios, abades de monasterios y elementos mejor situados del clero parroquial urbano. El bajo clero (más numerosos) estaba integrado por capellanes, párrocos rurales, estratos inferiores del clero secular urbano y frailes de las órdenes más pobres. Clero, economía y sociedad En los países católicos la Iglesia era propietaria de gran cantidad de tierras e inmuebles urbanos que constituían la base de un sólido poder económico y social. Era resultado de un largo proceso de acumulación que hundía sus raíces en los siglos medievales. Diócesis y monasterios habían recibido de la Corona numerosos señoríos, sobre los que ejercían la jurisdicción. Ésta además había recibido legados y donaciones que habían servido para acrecentar su patrimonio, aunque la tendencia a donar tierras a la Iglesia disminuyó de forma sensible a fines de los tiempos medievales. La Iglesia. Un antiguo derecho la hacía acreedora a la percepción del diezmo, impuesto directo sobre la producción agropecuaria en función del cual los campesinos estaban obligados a entregar a los administradores eclesiásticos la décima parte de sus cosechas y esquilmos ganaderos. Era posteriormente objeto de prorrateo entre el titular de la diócesis, cabildo catedral, beneficiados y fábricas parroquiales, asegurando importantes rentas en los obispados más ricos y extensos. El diezmo era el impuesto más importante. La Iglesia y el clero disponían de otras fuentes de ingresos: las memorias de misas, fundaciones y capellanías, dotadas de sus correspondientes rentas, eran numerosísimas. La venta periódica de indulgencias, así como las limosnas. Todo ello servia para ejercitar un poder incuestionable y para mantener un clero numeroso e improductivo. Es necesario decir que la Iglesia solía fijar rentas bajas para los colonos de sus tierras, que disfrutaban así de ciertas ventajas sobre los arrendatarios de tierras de propietarios laicos. La Iglesia también desarrollaba diversas actividades caritativas y asistenciales, por lo que una parte de sus rentas se empleaba en fines sociales. Los privilegios fiscales del clero no eximieron totalmente ni a la institución ni a sus miembros de ciertas obligaciones contributivas, que se justificaban en los gastos que la Corona debía realizar en la lucha contra los infieles. El poder del clero residía también en su capacidad de control espiritual. La sociedad del Antiguo régimen estaba imbuida de religiosidad, cuyas manifestaciones se hallaban presentes en prácticamente todas las facetas de la vida. El clero excitaba, moldeaba y orientaba los sentimientos religiosos populares, al tiempo que procuraba ejercer un estrecho control sobre las conciencias. En una sociedad analfabeta, las predicaciones 5

desde el púlpito constituían un eficaz recurso pedagógico y un medio de impresionar a las masas, que se complementaba con los programas icnográficos de los templos, plagados de intencionados mensajes. Con la difusión del espíritu trentino en la Iglesia romana. La Iglesia insistió en el imprescindible papel intermediario del clero entre los fieles y Dios. Para lograr la reafirmación del papel de la Iglesia como poder espiritual hubo de mejorarse la formación intelectual y moral del clero, a cuyo objeto se instituyeron los seminarios. Hasta entonces, el nivel de preparación de los religiosos había sido muy diversos, dejando mucho que desear en bastantes ocasiones. En general, la formación del alto clero era elevada. En el bajo clero, por el contrario, abundaban individuos con una deficiente formación. Para ordenarse era suficiente demostrar unos conocimientos elementales de latín y de doctrina cristiana. Los reducidos ingresos que allegaban los párrocos rurales les obligaban en ocasiones a trabajar para subsistir. En general, los niveles de contacto del bajo clero con el pueblo resultaban lo suficientemente estrechos como para que pudieran evitar mezclarse en su forma de vida y costumbres. Las fronteras entre lo religioso y lo laico se hallaban muy difuminadas a comienzos de la Edad Moderna. Los reformadores clamaron contra la relajación moral del clero. Después del cisma luterano la propia jerarquía católica hubo de emplearse con rigor en la corrección de los abusos disciplinares del clero. Los religiosos en la Europa de la Reforma Aunque el Lutero joven soñó con una Iglesia espiritual, no necesitada de estructuras ni de jerarquías, pasados los años hubo de transigir con la existencia de una organización eclesiástica sujeta al control de los príncipes, con autoridades episcopales y que era, en realidad, con demasiadas herencias del papismo. La teocracia calvinista ginebrina se basó en una rígida organización eclesiástica. Calvino convirtió Ginebra en una autentica ciudad−iglesia, en la que los asuntos civiles y religiosos se hallaban muy imbricados. Las Ordenanzas (1541) instituyeron cuatro ministerios, cuya relación se concebía como de servicio: pastores, encargados de la predicación de la Palabra y de la administración del Bautismo y la Cena; ancianos, designados por la ciudad y teóricos responsables de los asuntos disciplinarios; doctores, que se ocupaban de la enseñanza; y diáconos, a cuyo cargo corrían las labores asistenciales. Eran los pastores quienes más se aproximaban al modelo del sacerdocio católico, aunque constituían una réplica al mismo. La Iglesia anglicana mantuvo también una estructura episcopal, lo que le valió la acusación de papista por parte de los puritanos, cuya alternativa eclesial, heredada del calvinismo escocés, tenía aires democráticos, y su organización se cifraba en el sistema presbiteriano sinodal de comunidades regidas por laico y pastores elegidos por la comunidad. Más radicales, los congregacionistas ingleses propugnaron un sistema asambleario basado en una concepción de las Iglesia sin sínodos ni autoridades superiores. LOS SECTORESURBANOS El concepto de burguesía El burgués, cuya característica principal consiste haber protagonizado la creación y desarrollo del capitalismo moderno. Este tipo humano vendría definido, en primer lugar, por una concreta mentalidad económica basada en el espíritu de empresa y el afán racional de ganancias. En segundo lugar, por una característica conducta adaptada a una particular concepción de la vida, de la que la prudencia reflexiva, el gusto por el orden y el ahorro y la circunspección calculadora serian las notas más destacadas. Finalmente, el estereotipo burgués implicaría la existencia de unos principios entre los que se contarían el amor al trabajo, la morigeración y el respeto a los convencionalismos sociales. Esta imagen encierra una proyección ideal que no se adapta siempre bien a la realidad

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Molas: burgués era aquella persona que sin gozar de las formas de prestigio propias de la sociedad estamental, sin embargo se diferenciaba netamente de los artesanos y de aquellos que llamamos el pueblo. La palabra burgués en su origen tenía un significado local, era una indicación de residencia. En sentido estricto se puede entender también por burguesía la oligarquía económica y política urbana de origen no noble, es decir, que en algunos casos encarnaba la representación del estado llano en las asambleas estamentales. En origen, la burguesía puede contemplarse como una nueva clase social surgida de forma incipiente en los siglos medievales y que venia a romper con la lógica feudal de relaciones sociales basadas en el vínculo del vasallaje, aunque se adaptó a esta forma de organización social cumpliendo ciertas funciones económicas dentro de ella. El desarrollo de la burguesía vino de la mano de la expansión del mundo urbano. En los tiempos modernos, de forma general, se consideraba a la burguesía inserta entre otras dos clases sociales. En el seno del grupo así definido pueden distinguirse distintos niveles, teniendo presente que éstos no se correspondían con categorías estables, ya que el grado de movilidad entre ellos era bastante alto. La burguesía comerciante y financiera En el comercio medieval estuvo el origen de la burguesía como clase social protagonismo en la activación de la economía europea y en su evolución hacia formas capitalistas. En el siglo XVI la comunidad mercantil se hallaba muy internacionalizada. El gran comercio ponía en estrecha relación mercados distantes, lo que originó la constitución de colonias extranjeras en las principales ciudades mercantiles europeas. Experto en le manejo de las complicadas técnicas comerciales y que controlaba las redes del trafico internacional de mercancías. A veces mostró interés por la producción industrial. En este caso, el desarrollo de la industria se hallaba íntimamente unido a las estrategias comerciales. Sin embargo, la inversión industrial burguesa se mantuvo por el momento en límites moderados, no resultando casi nunca suficiente para activar un proceso de industrialización a gran escala. El préstamo de dinero a interés, en la doble vertiente de créditos concedidos a particulares y al Estado. La adquisición de tierras (un medio de inmovilizar el capital mercantil) para asegurar el ascenso social imitando a la nobleza terrateniente. Tendían a convertir a la burguesía mercantil en clase rentista. El atractivo consistía en proporcionar una buena rentabilidad sin riesgos. La burguesía urbana se convirtió en prestamista para el resto de las clases sociales. La lata nobleza, por su elevado tono de vida, la condujo con cierta frecuencia a la necesidad de pedir préstamos. Los campesinos se veían constreñidos a endeudarse para poder hacer producir sus tierras. En el caso de que las cosechas fueran buenas podían hacer frente a la exigencia de devolver las cantidades. Pero si sobrevenían malos años se veían obligados a deshacerse de sus propiedades, malvendiéndolas para hacer frente a las deudas o cediéndolas a los prestamistas burgueses. De esta forma los préstamos vinieron a ser un instrumento de deterioro y expropiación del campesinado independiente y fomentaron la conquista de la tierra por parte de las clases urbanas. Los préstamos al estado representaron otro objetivo inversor de la burguesía. Los monarcas se encontraban a menudo con problemas de liquidez para hacer frente a sus obligaciones, especialmente cuando concurrían circunstancias de guerra. Los monarcas españoles del siglo XVI acudieron a este mecanismo de financiación como expediente hacendístico ordinario.

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La garantía de amortizar los préstamos la constituían para la hacienda real la recaudación de impuestos y los capitales americanos. En un principio los prestamistas de la Corona eran hombres de negocios de muy diverso grado de fortuna. En las ocasiones en las que el Estado no pudo hacer frente a los intereses de la deuda flotante, declaró la bancarrota, operación drástica que tenía la consecuencia de abocar a la ruina a los pequeños prestamistas, defraudados en sus expectativas de recuperar las cantidades prestadas y de corar los correspondientes intereses. Aquellos grandes banqueros cuyo capital les permitía capear el temporal sacaron grandes beneficios de la situación. Otra forma rentable de relación con la hacienda real fue la recaudación de impuestos. Una fórmula cómoda de recaudación era el arrendamiento de las rentas reales. Por este procedimiento los administradores de la hacienda concertaban contratos con personas que podían adelantar las cantidades pactadas a cambio de hacerse cargo del cobro de los impuestos, naturalmente con benéfico La traición de la burguesía Hablar de la traición de la burguesía para describir el fenómeno de adaptación de las clases medias del Antiguo Régimen a los modos de comportamiento de la aristocracia. Las actividades mercantiles eran progresivamente abandonadas en aras de la consecución de un prestigio social que se concebía como íntimamente vinculado al paradigma aristocrático. Ello habría tenido negativas consecuencias para el correcto desarrollo la economía capitalista, ralentizado por la persistencia de hondos prejuicios de carácter social. Numerosos ejemplos: Simona Fantoni, simón Ruiz. Las estrategias de la burguesía para acceder a la nobleza eran siempre semejantes. Al estar reputada la tierra como fuente de honor, la adquisición de propiedades rusticas puede considerarse como un requisito. El logro de cargos públicos permitía no sólo participar en el control de los resortes del poder local, sino también adquirir estatus. Algunas veces la consecución del cargo era consecuencia del reconocimiento de una posición social. Otras, la burguesía utilizaba el mecanismo de la venalidad de cargos públicos, con particular intensidad en Francia. Los monarcas sacaban a la venta puestos de la administración judicial o civil a fin de conseguir recursos para sus apuradas arcas. Con la misma finalidad la burguesía recurrió a los matrimonios con individuos de mayor calidad social. En este sentido empleó estrategias matrimoniales útiles no sólo para concentrar la fortuna en el ámbito familiar, sino también como medio de promoción social. El fenómeno de la traición de la burguesía se encuentra en la actualidad cuestionado en la historiografía. En las actitudes inversionistas influyeron decisivamente las condiciones de la coyuntura económica. La compra de tierra pudo muy bien venir determinada no solo por razones de prestigio social, sino de rentabilidad inversora. Era un medio de asegurar unos capitales que podían disiparse por efecto de una quiebra. La fundación de vínculos tras acceder a la nobleza puede interpretarse como una estrategia de utilización de los mecanismos de amortización propios de la aristocracia para fijar capitales adquiridos mediante actividades burguesas. Los comerciantes invirtieron en todo aquello que les podía resultar rentable, sin necesidad de disponer de una visión clara de su papel potencial como clase. En la base de una traición de la burguesía está la premisa de que el burgués tenía unos ideales o una ética a la que debería haber sido fiel. En algunas regiones la burguesía presentaba una identidad clara. Pero la identidad de grupo del burgués nunca dio origen en la Europa preindustrial a una identidad coherente de clase. El burgués sentía que en el fondo lo suyo no era su condición presente, sino el rango al que aspiraba. La movilidad social le alentaba a adoptar los ideales de las órdenes tradicionalmente superiores. Ello no implicaba necesariamente retirar su capital de la acumulación de riqueza. 8

Esta última afirmación es más valida para el caso inglés, en el que la asociación entre nobleza y negocios estaba mejor vista. Otra cuestión que se puede plantear en torno al perfil de la burguesía europea del siglo XVI es su relación con la Reforma. La Iglesia católica habría obstaculizado tradicionalmente con escrúpulos morales el logro de ganancias mediante el comercio y el préstamo a interés. La Reforma contribuyó, por el contrario, al avance de una mentalidad que hacía del éxito en los negocios una señal de un signo de elección divina. Ello no impidió que el capitalismo tuviera origen en áreas de profunda raigambre católica. En el siglo XVI la burguesía de determinados países en los que se extendió el protestantismo careció de las veleidades aristocráticas de las clases medias de otras zonas, en particular de la mediterránea. La burguesía mercantil de los países bajos es citada como paradigma de una clase social austera, entregada a los negocios y que desdeñaba las vanidades del fasto aristocrático. La mejor predisposición para los negocios, así como la mayor constancia y competencia en ellos son cualidades que pudieron, ciertamente, depender de factores de mentalidad. Pero de nuevo es necesario tener presentes las condiciones objetivas que modularon las actitudes concretas de inversión y comportamiento social de las elites burguesas en la Europa moderna. El artesanado urbano La organización del trabajo en las ciudades reposaba en un tipo de asociación laboral de fuerte contenido corporativo y de origen medieval, los gremios, que encuadraban a los artesanos según u oficio. Los gremios jugaron un papel destacado en la articulación de la sociedad urbana y contribuyeron a dotar de una particular fisonomía a la vida de las ciudades. El gremio era un organismo cerrado y exclusivista. Se regía por ordenanzas muy meticulosas que regulaban todo lo referente a la materia laboral y atendían a la organización del gobierno de la corporación. Figuraban maestros examinadores encargados de juzgar con todo rigor a los aspirantes a ingresar en las categorías laborales superiores. Dichas categorías eran las de maestro y oficial. Por debajo de ellas se sitúa la de aprendiz. Los maestros eran los propietarios de los talleres y quienes controlaban de forma efectiva la institución gremial. De entre ellos resultan elegidas las autoridades corporativas, encargadas de velar por el cumplimiento de las ordenanzas. Éstas tendían a favorecer una equiparación, eliminando factores de competitividad interna. Buscaban una igualación entre sus miembros y tendían a crear un marco de seguridad y estabilidad. Algunos maestros de los oficios más cualificados lograron prosperar, nutriendo incluso los cuadros de la burguesía urbana. Los oficiales trabajaban en los talleres de los maestros a cambio de un salario, cuyo monto solía ser más o menos explícitamente estipulado. Privados de medios de producción `propios, conformaban un proletariado urbano cuyas perspectivas de promoción se ceñían al acceso a la maestría, que no a todos estaba permitido. El ascenso en la jerarquía laboral no dependía en exclusiva de la adquisición de una alta calificación técnica, sino también de la disponibilidad de medios económicos suficientes como para instalar un taller por cuenta propia. Los maestros procuraban que el número de talleres no sobrepasara unos límites desaconsejables. De hecho, se producía con cierta frecuencia la transmisión hereditaria del taller de padres a hijos Los aprendices solían ser jóvenes adolescentes que trabajaban en el taller a cargo del maestro a cambio del aprendizaje del oficio. Eran destinados a las tareas menos cualificadas, incluyendo faenas domesticas. La duración y condiciones del aprendizaje se establecían mediante contrato, a veces elevado a escritura notarial, entre el tutor del joven aprendiz y su maestro. Esos contratos garantizaban en teoría que la relación entre ambos no fuera exclusivamente laboral, sino paterno−filial. El aprendiz solía vivir en la casa−taller del maestro, el cual se comprometía a alimentarlo, vestirlo y enseñarle satisfactoriamente el oficio en un plazo de tiempo determinado. Las corporaciones gremiales no sólo operaban como marco estricto de organización laboral, sino también 9

como mecanismo de defensa mutua de los artesanos. Los lazos de solidaridad que se establecían garantizaban incluso la existencia de ciertas formas de previsión, confiriendo a los agremiados obligaciones y derechos. Era habitual que los gremios dispusieran de cofradías paralelas, puestas bajo la advocación de patronos, con un arca común que se nutria de las aportaciones de maestros y oficiales y que servia para atender a las necesidades apremiantes de los agremiados que caían enfermos y de sus familias. Con estos fonos se solía correr también con .los gastos de funeral y entierro de los miembros del gremio y se socorría a sus viudas. La presencia de los gremios en las ciudades era notoria. La participación de los artesanos en los fenómenos de protesta popular urbana solía también resultar destacada. EL CAMPESINADO La ciudad aparece como eje de los tiempos modernos, al constituirse en centro de organización económico−administrativa y en epítome de un nuevo universo de relaciones humanas. Lo cierto es que la población rural continuaba manteniendo un peso numérico abrumador (80% de los habitantes de Europa). El trabajo de la tierra era la base de la economía, así como el sector que movilizaba una mayor cantidad de recursos. La oposición radical entre el campo y la ciudad no deja de ser artificiosa. La relación entre ambos mundos era estrecha. Las ciudades se hallaban rodeadas de tierras de cultivo, en las que trabajaba una parte de la población. Los grandes propietarios terratenientes residían a menudo en la ciudad, en la que se consumía gran parte de las rentas agrarias. En general, el campo estaba subordinado a la ciudad, pero ésta, en cambio, dependía de los recursos generados por aquel. Los regímenes señoriales europeos El mundo campesino daba cabida a una realidad heterogénea. Esta diversidad dependía de factores variados. La especificidad de cada región determinaba grandes diferencias. En líneas generales, las condiciones del campesinado de Europa occidental divergían de las del campesinado de la Europa centro−oriental. Dichos matices derivan, básicamente, de dos factores: señorío y propiedad, es decir, de criterios jurídicos y económicos. Tres Europas campesinas: • Una parte del continente se hallaba libre por completo del régimen feudal. El campesinado disponía de libertad jurídica; se encuentran raras excepciones de conservación de malos usos feudales. La pervivencia del régimen señorial implicaba exclusivamente potestad jurisdiccional y obligaciones tributarias que pueden tenerse como meramente simbólicas. Los señores se limitaban a sustituir al monarca en la percepción de impuestos teóricamente reales. Los campesinos no se hallaban adscritos a la tierra y las cargas de trabajo. Eran territorios dependientes en exclusiva de la jurisdicción real y el campesinado se hallaba libre de derechos señoriales. Formaba parte de la práctica totalidad de la Península Ibérica, Italia meridional, Francia mediterránea, Inglaterra y países Bajos. • otra amplia porción del Continente, que comprendía la faja central y occidental entre el Atlántico y el río Elba, conocía un régimen señorial generalizado, aunque algo suavizado por la tradición. La autoridad señorial implicaba los clásicos derechos jurisdiccionales, pero también la obligación de pagar determinados cánones al señor, más onerosos que en los países del anterior grupo, y prestaciones de trabajo. Los señores disfrutaban en su jurisdicción de productivos monopolios que representaban cargas adicionales para el campesinado (Francia y Alemania). • La Europa al este del Elba permaneció anclada en el régimen feudal. Los campesinos carecían de libertad, 10

estaban adscritos a la tierra y dependían personalmente del señor. Se agravó a causa de las consecuencias sociales del gran comercio internacional de granos en la coyuntura del siglo XVI. La demanda occidental de trigo propició el fenómeno conocido como segunda servidumbre. Los nobles feudales obtuvieron el máximo provecho de la situación mediante la sustitución de la explotación censualista medieval por la de dominios señoriales basada en el trabajo servil de campesinos dependientes. En el siglo XVI existían en Europa básicamente tres modelos de campesinos: los virtualmente libres, los sujetos al régimen señorial pleno y los sometidos al régimen feudal absoluto. Propietarios, colonos y jornaleros Otra dimensión fundamental en la situación de los campesinos era la de la propiedad. En muchos casos la libertad personal no sustituía las duras condiciones de existencia que implicaba el no disponer de tierra propia. La propiedad de la tierra constituye el eje de la organización social de la producción agraria, así como un activo elemento diferenciador en el seno de la comunidad rural. Las formas de tenencia eran muy variadas. Es difícil fijar la proporción de tierras que estaban en manos de los campesinos, así como cuántos de ellos eran propietarios. Una importante porción de la propiedad rústica estaba en poder de la nobleza, la Iglesia y la burguesía urbana. Hay que destacar la existencia en el siglo XVI de un sector relativamente acomodado, por lo general propietarios de una superficie de extensión de tierras y de un buen número de cabezas de ganado. Se trataba de un sector minoritario, en ocasiones con suficiente capacidad económica como para tomar a su servicio a domésticos y campesinos asalariados. A veces no eran tanto propietarios como arrendatarios de parceles de tierra pertenecientes a otros sectores rentistas. Un sector bastante numeroso de pequeños propietarios cuya situación se solía caracterizar por el padecimiento de dificultades económicas crónicas. A éstos afectó el inexorable proceso de deterioro de la propiedad campesina que se activó en el siglo XVI y culminó en el XVII. Dicho proceso se debió a varias causas. Una de las principales consistió en las onerosas exacciones impuestas sobre el producto agrario. A las habituales detracciones eclesiásticas hay que unir os derechos señoriales cuando la propiedad se situaba en territorio bajo jurisdicción de señorío y la creciente presión de la fiscalidad estatal. Ésta no resultó igualmente agobiante en todos los países, pero se incrementó en los que la acción del Estado resultó progresivamente eficaz. Además de la obligación de hacer frente a pesadas cargas fiscales, el campesinado castellano se vio acuciado por la política de las tasas de la Corona. El temor a las carestías propició la fijación de aranceles para el trigo, a cuyo precio máximo debía sujetarse la venta de este producto alimenticio básico. En la práctica, los revendedores lograban burlar esta medida, por lo que con frecuencia el trigo alcanzaba un precio de mercado superior al de tasa. A los campesinos les resultaba muy difícil eludir la tasa, lo que reducía notablemente sus ganancias. Las plagas naturales que los aldeanos cíclicamente padecían. La extrema dependencia de las cosechas respecto a las condiciones climatológicas deparaban periódicas pérdidas cuando el tiempo no resultaba propicio. Todo ello condenaba al campesinado a una situación de precariedad económica que con frecuencia lo arrastraba a endeudarse. No siempre el campesino obtenía de la tierra el producto suficiente para hacer frente a sus tres obligaciones elementales: alimentar a su familia, resembrar para asegurar la continuidad del ciclo agrícola y pagar sus impuestos. En ocasiones la necesidad determinó la aparición de ciertos mecanismos de previsión. La necesidad obligó a los campesinos a pedir prestado a los burgueses de las ciudades, lo que no hizo sino agravar aun más su precaria situación. Al ofrecer como garantía sus tierras corría el grave peligro de perderlas. Su resultado sería un inevitable proceso de expropiación del pequeño campesinado y de 11

polarización creciente de la sociedad rural. El arrendamiento constituía una de las más frecuentes. En algunas regiones persistían ciertas formas de cesión del dominio útil de la tierra. Los foros gallegos y ciertas formas tardías de enfiteusis representaban una especie de arrendamiento a muy largo plazo en el que el reconocimiento de la propiedad se efectuaba a través del pago de un censo o canon anual. Con el paso del tiempo el valor de tales censos se deterioró a causa de la inflación, lo que resultó ventajoso para sus campesinos. Las favorables circunstancias de la coyuntura agraria iniciada a fines del siglo XV, que tuvo como consecuencia la revalorización de la tierra y el incremento de su demanda, determinaron la presión de los propietarios para acortar el plazo de los contratos de arrendamiento y para subir su precio. Los campesinos arrendario quedaron así sujetos a unas peores condiciones. El precio del arrendamiento se satisfacía unas veces en especies y otras en dinero. La mediana, conocida en Castilla como aparcería, como métayage en Francia y como mezzadria en Italia. Se trataba de un acuerdo según el cual el propietario aportaba la tierra y el aparcero el trabajo, repartiéndose a partes iguales entre ambos el fruto de la cosecha. El trabajador solía aportar también los animales y los aperos de labranza. Se trataba de un sistema desfavorable al campesino aparcero, que debía ceder una alta proporción de su trabajo en beneficio del titular de la propiedad. Asalariados por cuenta ajena. Su número era elevado en aquellas zonas en las que dominaban las latifundistas en régimen de explotación directa, y era por el contrario muy pequeño en el área de dominio de la pequeña propiedad. Las condiciones de trabajo y de vida de los jornaleros eran muy precarias. Su empleo era por lo general eventual. La demanda de trabajo era mayor en las épocas en que abundaban las faenas agrícolas, en especial la cosecha, pero descendía drásticamente en otros periodos del año, circunstancia que les obligaba a veces a itinerar en búsqueda de contratos estacionales. Ser jornalero equivalía a ser pobre. Sobrevivían en condiciones extremas; padecían una subalimentación crónica y dependían dramáticamente de jornales míseros y faltos de continuidad. La tradición comunal y la presión señorial Las tierras ejercían una importante función subsidiaria para las débiles economías campesinas. Los aldeanos podían llevar a pastar libremente sus ganados, recoger leña o frutos silvestres y hasta cultivar, de acuerdo con normas emanadas de la costumbre o codificadas en ordenamientos aprobados por el concejo del lugar. La extensión, valor y utilización de las tierras comunitarias son generalmente poco conocidos. Para el caso francés, Goubert utiliza el término saltus para designar el conjunto de pardos, montes y bosques son los cuales las comunidades rurales difícilmente podían vivir. En Castilla, la tradición comunitaria afectaba a diversas categorías de tierras. En primera instancia se encontraban los baldíos o tierras realengas, de inferior calidad y a menudo improductivas, que al no haber sido asignadas en la Reconquista seguían siendo teóricamente patrimonio real. El uso comunitario se extendía también, no sólo en castilla sino en parte de Europa, a la llamada derrota de mieses o derecho a introducir ganado una vez alzada la cosecha. En tercer lugar hay que citar las propiedades municipales. Distinguir entre tierras comunales, de libre utilización entre los vecinos del lugar, y los bienes propios, conjunto de recursos de patrimonio municipal que el gobierno concejil arrendaba para atender con el producto a las exigencias de la hacienda local. Cuando la expansiva coyuntura agraria de fines del siglo XV y primera mitad del siglo XVI revalorizó las tierras, incrementando su demanda, las superficies de uso comunal fueron objeto frecuentemente de la 12

violencia señorial sobre las comunidades campesinas. Los señores jurisdiccionales acostumbraron a arrendar como propias tierras. La resistencia vecinal se encauzó generalmente por la vía judicial. Muchos de estos pleitos se finiquitaron por vía transaccional con gran beneficio para los señores, que aprovechaban momentos de debilidad de los colectivos campesinos expropiados. TENSIONES Y CONFLICTOS SOCIALES EL MUNDO DE LA POBREZA La sociedad del Antiguo Régimen era estructuralmente pobre. Había múltiples formas encubiertas de necesidad. La pobreza alcanzaba a muchos individuos sin tan siquiera respetar las fronteras de los grupos privilegiados. Gran parte de la población rural era pobre. Subsistían a menudo en condiciones límite de malnutrición y hacinamiento. Incluso en áreas económicamente avanzadas, como los Países Bajos. La ciudad era también foco de pobreza encubierta. Muchos asalariados urbanos padecían grandes necesidades, la viudedad dejaba con frecuencia a las mujeres en situación precaria. El servició domestico, aunque tenía garantizados la alimentación y el techo, vivía también habitualmente en condiciones de pobreza. La pobreza como peligro potencial de subversión social fue observada con preocupación creciente por las clases dominantes, especialmente después de los grandes estallidos de revuelta popular. Sin embargo, lo que más preocupó fue la cantidad creciente de vagabundos. El miedo a los hambrientos errantes se extendió a partir de la segunda mitad del siglo XV. Hubo mucha exageración en la descripción de estos monopolios de vagabundos, a los que se suponía una sociedad paralela, con sus propias leyes, jerarquías y lenguaje, que conformaban una especie de submundo criminal. La preocupación estaba plenamente justificada si se atiende a las abultadas proporciones de la pobreza solemne, es decir, la oficial y públicamente re conocida. Los extremos alcanzados por el fenómeno del vagabundeo y la mendicidad propiciaron la promulgación de disposiciones de los poderes públicos para limitar esas prácticas. Se trataba de medidas represivas que quedaron muchas veces sin efecto por las numerosas dificultades existentes para su aplicación. Las instituciones asistenciales resultaban por su parte totalmente insuficientes e inadecuadas para paliar un problema que las desbordaba por sus dimensiones. La política de represión afectó a la mayor parte de Europa occidental. Su dictado correspondió indistintamente a los poderes centrales y a las autoridades locales urbanas. El denominador común consistió en la prohibición de mendigar y la obligación de trabajar para todos los pobres que no estuvieran físicamente impedidos. Se intentaba racionalizarla beneficencia institucionalizando la caridad pública y centralizando los fondos destinados a atender las necesidades básicas de los menesteros. Estas medidas representan un conato de reorganización de la asistencia con el que los poderes públicos intentaron subsistir en aras de una mayor eficacia de las iniciativas privadas aisladas por una acción global socialmente rentable. En España, donde las medidas contra la mendicidad fueron algo más suaves que en otros países de Europa, subsistía de forma bastante extendida el concepto medieval de la pobreza, enfrentado a las nuevas ideas humanistas. LAS MINORIAS RELIGIOSAS Los conflictos religiosos formaron parte sustancial de las tensiones sociales del siglo XVI. El proceso del Estado moderno renacentista llevó aparejado el avance de la intolerancia. El control político no se concebía sin una uniformidad ideológica que no dejara fisuras a la disidencia. Equivalía a un confesionalismo agresivo, alimentado todavía más por las convulsiones religiosas de la Europa de la época. Las minorías religiosas fueron objeto de discriminación e, incluso, persecución. En España el reinado de los Reyes católicos representó un hito para la definición de una política de 13

uniformidad religiosa. Expulsión de los judíos constituyó una medida de contenido religioso. Los judeoconversos fueron autorizados a permanecer en territorio español. El criptojudaísmo y el criptoislamismo fueron rigurosamente perseguidos por la Inquisición, que se erigió en celosa guardiana de la ortodoxia. Este tribunal sirvió también para perseguir los brotes de filoprotestantismo y, en general, todas aquellas ideas y actitudes sospechosas de disentir con los dogmas oficiales. Las Iglesias reformadas resultaron a veces tan intolerantes o más que la Iglesia romana. Las sangrientas luchas de religión que asolaron el territorio europeo, en las que a los problemas de estricta índole ideológico−confesional se unían causas de tipo político y socio−económico, representan la negación del espíritu tolerante y pacifista que el Humanismo renacentista predicó. Las persecuciones religiosas provocaron emigraciones forzadas, originando focos de refugiados en diversas zonas de Europa. Las minorías étnicas y étnico−religiosas padecieron una constante e implacable presión social y oficial. El de los gitanos representó un problema motivado no tanto por la religión como por su peculiar modo de vida, que no se ajustaba a los patrones ordinariamente admitidos. Un problema diferente era el de los esclavos. La esclavitud no estaba prohibida en los ordenamientos legales, representando una forma extrema de miseria jurídica. La presencia de esclavos se hallaba muy limitada desde el punto de vista geográfico en el Viejo Continente. LAS REVUELTAS POPULARES Los estallidos de protesta y las rebeliones populares fueron un fenómeno frecuente en le siglo XVI europeo. Las tensiones sociales latentes desembocaron en sublevaciones abiertas en los momentos en los que los factores de conflictividad alcanzaron un alto grado de condensación y se añadieron a ellos precipitantes coyunturales. Distinguir entre las revueltas urbanas y campesinas, aunque en la práctica ambos fenómenos aparecen frecuentemente relacionados entre sí, por lo que apenas existieron movimientos completamente puros. Las causas detonantes más frecuentes de las revueltas eran los abusos señoriales, la presión fiscal y las carestías. La dureza y arbitrariedad del régimen feudal provocó a principios del siglo la revuelta de los campesinos húngaros (1514), aplastada por el gobernador de Transilvania. Teñida de un discurso religioso radical, estalló en Alemania, pocos años después de la ruptura de Lucero con Roma, la guerra de los campesinos (1525), cuyos más destacados líderes fueron Lotzer y Muntzer. Esta revuelta se extendió por toda Alemania, Austria, Suiza, Borgoña y el Franco Condado. Sus dimensiones llegaron a asustar al mismo Lucero, que lo condenó enérgicamente. La propia revolución de las Comunidades de castilla (1519), que tuvo un carácter fundamentalmente urbano y estuvo originada en el descontento nacionalista de la mesocracia ciudadana frente al imperialismo de Carlos V, tuvo también un serio componente campesino antiseñorial, ilustrando las dificultades de catalogar de forma simple los conflictos y la complejidad de los mismos. La Pilgramage of Grace de Lincolshire y Yorkshire (1536), que comenzó como levantamiento antifiscal, evolucionó hacia un movimiento regionalista procatólico contrario al reformismo anglicano. La mala coyuntura agraria de fines del siglo XVI provocó también revueltas campesinas, como la de Finlandia de 1596 y la inglesa de las Middlands del mismo año. En 1593 estalló en el Limousin francés la sublevación de los Croquants, de origen campesino, aunque luego se extendió a los trabajadores urbanos. En el origen de esta gran rebelión coincidieron el hambre, el malestar antifiscal y los efectos perniciosos de la guerra sobre la población. En las ciudades, la escasez de alimentos y la protesta contra los impuestos constituyeron los principales precipitantes d los levantamientos populares, causados también por tensiones sociales previas y mezclados en 14

ocasiones con problemas religiosos. Como ejemplos de violencia social urbana pueden citarse la Grande Rebeyne de Lyón (1529), cuyo origen fue la carestía de subsistencias, y la revuelta de la gante (1540), levantamiento antifiscal que se erigió en defensor de los privilegios tradicionales. El hambre fue también la causa de un levantamiento popular en Nápoles en 1585, al que siguió una brutal reopresión. Las guerras de religión en Francia provocaron una gran sublevación en París el 12 de mayo de 1588 (el día de de las barricadas), que dejó a la ciudad en un estado de anarquía. Las revueltas populares fueron a menudo atizadas por elementos de las clases medias y altas. Ello solía ocurrir cuando se instrumentalizaban contra el Estado, contemplado como elemento abstracto que irrumpía en el modo tradicional de organización socio−política actuando como agente de exacción fiscal. Con cierta frecuencia, la revuelta venia acompañada de la añoranza de un modelo idealizado de buena administración situado en épocas anteriores. Los levantamientos sociales se dotaron por lo general de una organización espontánea y actuaron por objetivos concretos a corto plazo, aunque a veces esgrimieron un discurso radical que amenazaba con la subversión del orden social. Fue precisamente el miedo a la subversión lo que obligó a las clases dominantes a cerrar filas y a hacer causa común en la reopresión de la protesta popular. La represión se revistió en ocasiones de un carácter violento, pero en otras muchas el perdón real, que potenciaba una imagen de la autoridad monárquica como justa y paternal, fue el camino elegido por el poder para poner el punto y final a la sublevación. Si la revuelta representó la manifestación colectiva representó la manifestación colectiva de la tensión social, el bandisimo constituyó un conducto de escape individual para la misma. La delincuencia formó parte de la conflictividad social de los siglos modernos. El bandidaje surgió de las mismas condiciones de descontento que propiciaron otros fenómenos de violencia social. Las áreas en las que las actividades de los bandoleros fueron más frecuentes fueron aquellas a las que los instrumentos estatales de represión llegaban con mayor dificultad, las zonas más inaccesibles. Por ello se trató de un fenómeno típicamente rural. Hubo dos tipos de bandolerismo bien diferenciados. El bandolerismo aristocrático puede entenderse como una reacción frente al poder protagonizado por nobles mal adaptados a las nuevas condiciones políticas. Los aristócratas que acaudillaban bandas de salteadores no hacían sino volver a plantear un reto puramente feudal al Estado. El bandolerismo popular era una consecuencia de la miseria y de las duras condiciones de existencia de los grupos sociales menos favorecidos. La intensificación de los episodios de bandidaje solía coincidir con los momentos más duros de crisis económica, apareciendo en ocasiones en estrecha relación con periodos de alteraciones campesinas. NOBLEZAS Y BURGUESÍAS La sociedad europea del siglo XVII experimentó un proceso de polarización como efecto del endurecimiento de la coyuntura económica. El impacto de la crisis alcanzó a la práctica totalidad de las clases y grupos sociales. El conjunto de la sociedad se empobreció, pero ciertos sectores sacaron provecho de las circunstancias y consiguieron medrar económicamente. Los malos tiempos trajeron consigo la crispación social y la agudización de los antagonismos. Los frecuentes motines y revueltas constituyeron la exteriorización visible del creciente malestar. Los pilares de la organización social salieron virtualmente incólumes de estas situaciones. El reforzamiento de la autoridad absoluta de la Monarquía, unida por una misma comunidad de intereses a las elites aristocráticas, resultó un buen antídoto contra cualquier veleidad de cambio y contribuyó eficazmente al mantenimiento del orden establecido. La crisis forzó adaptaciones y posicionamientos que representaron una cierta discontinuidad con el periodo anterior. LA REACCION DE LOS PRIVILEGIADOS La nobleza acusó diversos problemas desde fines del siglo XVI. Asistió a una desvalorización de su status a 15

causa de un fenómeno de inflamación de honores. Las urgencias financieras de las monarquías contribuyeron al encumbramiento de numerosos elementos de procedencia plebeya. El número de nobles aumentó. Las noblezas de servicios conocieron ahora un periodo de auge. Los monarcas elevaron a la nobleza a burócratas al servicio del Estado y recurrieron a la venta de honores para aliviar la situación de las exhaustas arcas de la hacienda real. La dualidad entre antigua y nueva nobleza se acentuó, aunque los enlaces entre elementos procedentes de una y otra procuraron cierta unificación. Las grandes casas nobiliarias tuvieron que enfrentar la creciente contradicción existente entre el mantenimiento de un elevado tono de vida y el deterioro de sus rentas. La disminución de ingresos dependió de la desvalorización de la producción agraria y de la despoblación rural, además de las dificultades para una eficaz administración de los dominios. Representaba un empobrecimiento relativo. El autentico problema residía en la falta de liquidez, ya que la fortuna en mayorazgo no podía ser enajenada como medio de paliar la situación. Ésta se vio agravada a causa del endeudamiento creciente de la nobleza, obligada a recurrir a préstamos para hacer frente a sus obligaciones y necesidades. La Monarquía, que hizo recaer sobre la nobleza pesadas cargas, sobre todo de tipo militar. Las dificultades financieras del estado para mantener las largas y costosas guerras del siglo forzaron a que los monarcas apelaran a las antiguas obligaciones feudales a los nobles. Ante las dificultades financieras, la aristocracia puso en práctica estrategotas de adaptación. La moderación en el gasto tendía a imponerse como una medida inmediata, pero la ostentación formaba parte esencial de los mecanismos de prestigio. La tendencia generalizada de los grandes nobles a afincarse en la Corte no favorecía precisamente la austeridad, y sí la emulación y el gasto incontrolado. La aristocracia inglesa también se mostró proclive al gasto suntuario y al derroche despreocupado, lo que erosionó seriamente su capacidad económica, tanto más cuanto que, no existiendo tantos obstáculos legales para la venta del capital como en otros países, procedió a la enajenación masiva de propiedades. Sin embargo, a partir de la década de 1620 la nobleza inglesa empezó a volverse más austera, al resultar alcanzada por la manera puritana. El caso inglés reviste una cierta originalidad. Las elites no mostraron igual repugnancia que los aristócratas de otros países hacia el ejercicio del comercio. Por su actividad económica, forma de vida y mentalidad, puede decirse que la nobleza con un mayor grado de desarrollo capitalista afectaba un cierto nivel de aburguesamiento. Existieron otras formas de adaptación a las dificultades. Una mejor administración de sus dominios para evitar el extendido fraude practicado por los administradores fue una de ellas. La obtención de la dádiva real fue otra. En algunos ambientes cortesanos floreció una nobleza pedigüeña que reclamaba para sí cargos, honores y ayudas de costa. La reacción señorial acompañó a la crisis. Muchos nobles intentaron paliar su situación apropiándose de tierras comunales en sus jurisdicciones señoriales y aumentando la exacción fiscal sobre el campesinado de las mismas. Estas formas promovieron la resistencia aldeana. Las sublevaciones campesinas contaron de forma destacada entre sus motivaciones la agobiante presión señorial. La aristocracia se lanzó en el siglo XVII a una reconquista del poder. En algunos casos, como el español, se benefició de la debilidad de los monarcas. Pero tampoco hay que descartar que fueron éstos mismos, como reacción defensiva ante la crisis social, quienes apelaran a la nobleza con vistas a apuntalar el edificio de la jerarquía social.

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El fenómeno del valimiento en España constituye una buena muestra del nuevo posicionamiento politicote la aristocracia la nobleza española había resultado parcialmente desplazada del poder en el periodo anterior por una tecnoburocracia estatal de letrados. En realidad, no había perdido su condición de clase social y económicamente dominante, a pesar de su subordinación al poder incontestable de la Monarquía. Sin dejar de ser la clase dominante pasó también a ser la clase dirigente. El valido representó el instrumento de la más encumbrada nobleza cortesana, cuyas facciones dominaron alternativamente el poder ganando a su favor la voluntad de monarcas que carecían de la energía de sus antecesores. En Francia, la actitud política de la nobleza fue desafiante. Soportó mal el encumbramiento de una nueva nobleza de servicios que resultaba más útil al intento de fortalecimiento del poder de la Monarquía. La resistencia aristocrática al absolutismo monárquico derivó en ocasiones en actitudes de clara rebeldía. Este tipo de actitudes constituyeron una fuente continua de preocupación para la Monarquía, que trató de apartar a la nobleza de los puestos de gobierno. Fue así como se llevó a cabo la promoción de un alto personal monárquico integrado por juristas y burgueses parisinos, integrantes de las clientelas cortesanas, que reforzaron el sector nobiliario de nuevo cuño frente a la aristocracia tradicional. En Inglaterra la guerra civil tuvo como efecto el alineamiento de buena parte de la aristocracia del Norte y el Oeste en el bando realista, frente a la gentry puritana y los burgueses de las ciudades del este y el Sur. La amenaza que la revolución parlamentaria hizo caer sobre el edificio del absolutismo inglés forzó la adhesión de la nobleza cortesana tradicional a la Monarquía de los Estados. La trayectoria de la nobleza de la Europa centro−oriental es divergente de la revolución de la nobleza occidental. Los problemas financieros fueron en buena medida desconocidos en el área oriental. Tampoco padecieron los nobles orientales la presión del Estado monárquico centralizado. La estructura feudal de la sociedad y la debilidad del poder central impidieron el relegamiento de la aristocracia que controlaba de hecho el aparato del poder. Un caso distinto es Rusia. Allí los boyardos y magnates se habían enfrentado al absolutismo del zar, pero éste aplastó la oposición aristocrática y favoreció la ascensión de la baja nobleza. El estamento clerical en el ámbito católico. La manifestación más evidente de la crisis del siglo XVII consistió en un notable aumento de las ordenaciones y en un incremento del número del clero regular. La Iglesia aparecía como un refugio, al proporcionar los medios imprescindibles de subsistencia en medio de un mundo azotado por el hambre y las necesidades. LA TRAYECTORIA DE LA BURGUESÍA La crisis forzó formas de comportamiento inversor que alejó a la burguesía de las actividades económicas que habían sido propias de su clase. La incertidumbre de los negocios detrajo capitales de la industria y el comercio, y orientó las inversiones hacia terrenos más seguros. A pesar de su desvalorización relativa, la tierra mantenía su condición de refugio de valor estable. La burguesía incluso incrementó su propensión a comprar propiedades rústicas. Esta actitud, dictada por motivos económicos, formaba parte al mismo tiempo de las estrategias de ennoblecimiento puestas en práctica por los burgueses como medio de ascender socialmente y de adquirir el prestigio anejo a las clases aristocráticas. Otra forma de deserción de los negocios vino representada por el ascenso a cargos de la Administración del estado. En Francia esta tendencia se vio muy favorecida por la venalidad de los oficios públicos resultados de las necesidades financieras de la Monarquía. La adquisición de un cargo era una manera de inversión segura, a la que correspondía un beneficio en forma de salarios, gajes y posición social. En España, las capas burguesas estuvieron al borde de la extinción a raíz de la crisis económica y financiera desatada a fines del siglo XVI y que se prolongó a lo largo del XVII, lo que acentuó la polarización social y la 17

distancia existente entre la minoría privilegiada y la mayoría no privilegiada. La burguesía tendió a hacerse terrateniente y rentista, buscando refugios de valor como alternativa a los problemas económicos. Las oscilaciones monetarias desalentaron las iniciativas de inversión. Muchos capitales se desviaron hacia el préstamo privado, favoreciendo la conversión de la burguesía en una clase parasitaria. En las Provincias Unidas y en Inglaterra la burguesía se consolidó. En Holanda y Zelanda el desarrollo urbano y mercantil propició la formación de sólidos grupos burgueses, que fueron muy influyentes políticamente y que impusieron una particular mentalidad y forma de vida. Estos grupos nutrieron de elementos al patriciado urbano y proporcionaron los cuadros de gobierno del país. En Inglaterra, la influencia social de la aristocracia retrocedió frente al avance decidido de la burguesía capitalista. La propia nobleza amoldó progresivamente sus actitudes a los usos burgueses. La expansión de la industria y el comercio colonial favoreció la creación de fortunas y el ascenso económico, social y político de la burguesía. LAS CLASES POPULARES El peso de los problemas económicos del siglo recayó de forma especial sobre los hombros de los más humildes. En las ciudades el artesanado acusó negativamente las consecuencias de la contratación de la demanda de manufacturas y de la competencia de la industria rural. El paro aumentó. Los gremios, debido a su rigidez estructural, no alcanzaron a adaptarse a las nuevas circunstancias y la respuesta a la crisis consistió en la reacción corporativa. Los gremios cerraron filas en la exigencia de hacer valer sus privilegios, y ello contribuyó al enquistamiento de la institución. E algunos países, como Francia, los oficiales y aprendices de los oficios llegaron a organizarse secretamente para la defensa de sus derechos, estableciendo lazos de solidaridad y desarrollando acciones de carácter reivindicativo. Estas organizaciones resultaron muy activas en las principales ciudades industriales francesas, como Lyón. Intentaron controlar las contrataciones y presionar para mejorar los salarios. Para ello no dudaron en recurrir a la huelga. La ausencia de oportunidades para ascender al grado de maestro y el creciente control de la industria urbana por parte de grandes empresarios capitalistas contribuyeron a aumentar los factores de conflictividad laboral en las ciudades. En el ámbito rural, los campesinos hubieron de enfrentarse a los graves problemas por los atravesó la producción agraria, pero también a la ofensiva señorial. Las condiciones de vida en el campo se agravaron aun más. Las malas cosechas y las deudas arruinaron al pequeño campesinado. Se sumó el fenómeno de reseñorización activado como respuesta espontánea de la nobleza ante la crisis. Los señores presionaron sobre sus vasallos al objeto de intentar mantener sus niveles de renta, al tiempo que los privaban de tierras de disfrute comunal. Muchos campesinos quedaron en la miseria. En algunas áreas los campesinos lograron complementar sus ingresos mediante el ejercicio a tiempo parcial de manufacturas domésticas. La industria domiciliaria mejoró algo las expectativas de la población rural, si bien a expensas de una mayor inversión en horas de trabajo complementarias, que incrementó el grado de explotación del campesinado y lo hizo depender de los empresarios urbanos. La coyuntura bélica del siglo incidió de manera profunda sobre las clases populares. La guerra significaba la destrucción y la desorganización de la vida económica. Pero también la movilización y el aumento de la presión fiscal. La escala creciente de la magnitud de los fenómenos bélicos implicaba la necesidad de nutridos ejércitos. La demanda de hombres para la tropa se conjugaba mal con la escasez de recursos humanos resultante de la crisis demográfica. El enrolamiento voluntario tendió a descender. Consecuencia de todo ello fue la apelación por parte del Estado a la movilización obligatoria de contingentes, reclutados en su mayor parte entre los sectores más humildes. 18

La guerra trajo también el aumento de los impuestos, que recayó sobre una población menos numerosa y económicamente debilitada. Los grandes gastos de financiación de los ejércitos recaían directamente en forma de contribuciones sobre la población pechera. La voracidad fiscal del Estado contribuyó así de forma decisiva a hacer más crisis. Resultado: por una parte, la agudización del problema del pauperismo y la mendicidad, que cobró preocupantes dimensiones. Por otra, la intensificación de la conflictividad y de la protesta social, tanto en el ámbito urbano como en el campesino, que se materializó en gran número de revueltas y rebeliones. FALTA LOS COMIENZOS DEL GRAN ENCIERRO Y REBELIONES Y MOTINES POPULARES LA SOCIEDAD Y EL ORDENAMIENTO SOCIAL El preponderante papel de la familia en la Europa del siglo XVIII cobra su pleno sentido al enmarcarla en una sociedad como un conjunto de grupos cuya disposición jerárquica y desigualdad en derechos y deberes estaba reconocida y consagrada por la ley. El parlamento de París, ante la pretensión de Turgot de hacer contribuir en metálico a todos los propietarios de tierras. Se describía así un ordenamiento social, en el que nobleza y clero eran reconocidos como estamentos jerárquicamente superiores al tercer Estado o Estado general, definido por exclusión y, si bien se estimaba limitado en la práctica a sus elementos más destacados, a las profesiones ricas u honorables y a los cuerpos organizados. Se justificaba su preeminencia por la importancia de la función social a ellos encomendada, aunque la realidad ya no se ajustara exactamente a lo que reflejaban razonamientos anteriores; disfrutaban de determinados privilegios reconocidos legalmente, aunque no de forma exclusiva, ya que había otros cuerpos privilegiados; la inclusión del individuo en un grupo u otro, por lo que respecta a la división básica, venía determinada por el nacimiento y la movilidad social era limitada y circunscrita a unas vías establecidas. Los criterios jurídico−legales, sin embargo, no eran los únicos presentes en la organización social. El factor económico, la posición de los grupos sociales en relación con los medios de producción, aparentemente al margen de la definición de los estamentos y criterio primordial en la organización social de clases o clasista, ejercía también una notable influencia. Y andando el tiempo se terminará imponiendo la concepción burguesa, clasista, de la sociedad. Se consagrará la igualdad de los individuos ante la ley y el factor fundamental que regirá el ordenamiento social será de tipo económico. Se agilizará la movilidad y promoción y social. Pero ni el nacimiento ni la función desaparecieron como criterios operativos en la estratificación social. Aunque, eso sí, encuadrados en un marco jurídico diferente. LA NOBLEZA La aristocracia desempeñó un papel importantísimo en la vida política y en las instituciones; siguió ocupando el vértice de la pirámide social y disponiendo de unos recursos económicos inmensos y, cada vez más culta, educada y refinada, difundía por toda la sociedad un estilo de vida que perduraría y sería imitado incluso mucho después de su desaparición como estamento privilegiado Estaba presente prácticamente en todos los países de Europa, aunque no constituía un grupo homogéneo, ni siquiera en el interior de cada país. Y en todos partes siguió desempeñando un papel político de primer orden. No hubo ya en el siglo XVIII levantamientos armados por parte de la nobleza. En el conjunto europeo, el cuadro dominante es el de una nobleza insertada definitivamente en le marco estatal y que colabora en su desarrollo, tratando siempre de mantener su situación de privilegio. Ejercía, por ejemplo, el poder en régimen de monopolio y casi sin traba, desde mucho tiempo atrás, en las viejas repúblicas oligárquicas del norte de Italia. Pero también en Inglaterra controlaba la práctica totalidad de los escaños parlamentarios, con lo que su influencia política era notable.

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Numéricamente constituían una minoría, aunque su peso demográfico variaba de unos países a otros. En la mayor parte de Europa occidental no representaban más de 1.5% de la población. En la Europa del Este, se sobrepasaba esta proporción, algo más del 2% Ningún grupo social mitificó tanto la cuna como la nobleza. Se nacía noble y era la nobleza de sangre (heredara) la más apreciada, llegándose a esgrimir incluso supuestas diferencias raciales. Para justificar la trasmisión de condición social, privilegios y hasta virtudes por vía genética. Pero raros eran los que en siglo XVIII podían remontar sus orígenes más allá de la baja Edad Media o principios de la Moderna, cuando las turbulencias civiles y religiosas y la evolución política propiciaron la quiebra de la nobleza tradicional y la creación de otra nueva más vinculada a las nuevas monarquías. Incluso es probable que la mayoría procediera de ennoblecimientos producidos a lo largo de la modernidad. Pese a los prejuicios en torno a la sangre, la nobleza no constituía un grupo cerrado. Los monarcas contaron entre sus atribuciones la de ennoblecer a sus súbditos para premiar servicios eminentes en la milicia, la política, la administración, las finanzas reales o el merito civil e incluso económico. Consejeros de parlamentos y secretarios del rey fueron los más codiciados y llegó a establecerse toda una estrategia en torno a su compra, ejercicio y reventa para obtener el más rápido ennoblecimiento y el reembolso de las cantidades previamente invertidas. Los matrimonios mixtos constituyeron otro modo de aportar savia nueva a la nobleza. Pero se practicaban más controladamente de lo que se ha podido suponer y se solía preferir entroncar con familias ya ennoblecidas, aunque fuera muy recientemente. Un tópico ampliamente difundido caracterizaba a la sociedad inglesa como la más abierta y flexible de Europa en ese sentido. Y nuca faltaron caminos más o menos sinuosos o abiertamente fraudulentos para llegar a un estado que se basaba en la universal aceptación. La frontera del estamento no dejaba de ser un tanto difusa y siempre permeable. La tendencia dominante en el XVIII fue la de clarificar esa frontera, limitar la concesión real de ennoblecimientos y reducir el volumen del estamento nobiliario. Las propias capas altas nobiliarias reconocían la exigüidad en el número como algo necesario para la nobleza. Los privilegios nobiliarios eran de naturaleza jurídico−procesal, destacando el derecho a ser juzgados por tribunales propios, con un procedimiento del que se excluía el tormento y con penas que eludían las consideradas ignominiosas y que, por lo general, eran más suaves que las ordinarias; inmunidad al encarcelamiento por deudas, prisión mitigada o sustituida por arresto domiciliario, decapitación y no ahorcamiento en el caso de condenas a muerteGozaban de inmunidad fiscal, total o parcial, frente a los impuestos ordinarios y frente a los impuestos directos. Pero aunque fue éste el privilegio más socavado por las monarquías modernas, que recurrieron a las tributaciones indirectas y otras formas de contribuciones específicas, siguieron disfrutando de cierto trato de favor. Y los intentos más ambiciosos de igualación fiscal terminaron fracasando. En la Europa del Este el señorío era también patrimonio exclusivo de los nobles, aunque no todos lo poseyeran. No ocurría lo mismo en Occidente, pero el señorío conservó siempre un fuerte carácter nobiliario y la casi totalidad de sus titulares fueron nobles, por lo que las atribuciones señoriales podían atribuirse como atribuciones nobiliarias. Diversas exenciones de cargas municipales estaban vigentes también en muchos países. Habría que añadir ciertos privilegios de hecho, en algún caso convertida en privilegio abiertamente reconocido. Por último, una serie de distinciones puramente honoríficas de gran importancia, puesto que eran el reflejo en la vida cotidiana de la misma concepción jerárquica en que se basaba aquella sociedad. Si la nobleza constituía una unidad desde el punto de vista jurídico, cuestiones como titilación, antigüedad, función, riqueza y hábitat establecían una gran heterogeneidad y una clara jerarquización interna. La ostentación de un título aristocrático suponía la principal barrera divisoria en el seno del estamento. En España sobresalían los grandes, que gozaban de determinadas preeminencias y privilegios honoríficos exclusivos, destacando entre ellos la mayor facilidad para acceder a la presencia real o la facultad de permanecer cubiertos en determinadas ocasiones en presencia del monarca. En Francia eran los príncipes de la sangre, con teóricas vinculaciones familiares con la realeza y con vagos derechos a la sucesión de la Corona, 20

la minoría destacada. La frecuencia de los ennoblecimientos mediante compra de cargos llevó a diferenciar en Francia entre una antigua nobleza de espada, y una reciente nobleza de toga, todavía calificada despectivamente como vil burguesía. Sin embargo, la separación, al avanzar el siglo XVIII, era más teórica que real y las alianzas matrimoniales entre ambos grupos fueron frecuentes. La situación económica constituía un elemento de suma importancia, ya que el mantenimiento del ideal de vida noble exigía solidez económica. Y para asegurar la base económica, en casi todos los países existían costumbres sucesorias con figuras jurídicas que trataban de preservar el patrimonio nobiliario y su permanencia en el seno de la familia, haciendo de su titular un mero usufructuario, formando parte de una unidad invisible e inalienable, se transmitía a un solo heredero, siguiéndose, normalmente, el, orden de primogenitura masculina. Aunque de hecho no todos los nobles lo poseyeran, no siempre tuviera la misma rigidez ni, en algún caso, fueran facultad exclusiva de la nobleza. Los vínculos constituían un elemento básico en la política familiar de la nobleza y condicionaban fuertemente el destino de los segundones, al tener que buscar su mantenimiento en el ejército, la burocracia o la Iglesia, en el supuesto de tener preparación para ello, o depender enteramente del titular; para las hijas no quedaba otro camino que un matrimonio favorable, si se conseguía reunir la dote apropiada, la soltería o el convento. Pero no todo el estamento disfrutaba de una situación económica saneada. Sobre todo, en los países donde el estamento era más numeroso. Y en más de una ocasión una situación de pobreza prolongada sin otro tipo de apoyatura terminó por convertir la permanencia al estamento en algo meramente psicológico que, sobre todo en este siglo, tendía a olvidarse por parte de la sociedad. Sin llegar a estos extremos, en todos los países había nobles que vivían ajustadamente y podían pasar dificultades en momentos concretos, como, por ejemplo, a la hora de educar convenientemente a sus hijos en una época en que se necesitaba una preparación cada vez mayor para poder abrirse paso en la vida. Entre los distintos nobles, había diferencias. Aunque las diferencias internas sean considerables, hay una constatación general: la inmensa riqueza que, en conjunto, poseía la nobleza europea. Una riqueza que giraba, en primer lugar, en torno a la tierra, aunque los beneficios obtenidos de su explotación no siempre fueron muy elevados. La nobleza inglesa era la que mayor proporción de tierra cultivable controlaba. Las formas de explotación eran enormemente variadas, ya que, además, en muchas regiones el control de la tierra se ejercía en el cuadro más amplio del régimen señorial que, a su vez, presentaba mil variantes. Pero en el siglo XVIII los patrimonio nobiliarios solían estar mejor administrados que en tiempos anteriores, ya fuera por la procedencia burguesa de una parte del estamento, o por la general influencia de su mentalidad. No era raro encontrar en Europa nobles de tipo medio, y más frecuentemente de la pequeña nobleza, que explotaban directamente sus posesiones. En cuanto a la alta nobleza, la generalización es más difícil. Allí donde las formas señoriales estaban casi disueltas o donde el señorío se limitaba prácticamente a los aspectos jurisdiccionales, era frecuente el arrendamiento capitalista. Pero también hay casos de explotación directa. Pero, por lo demás, abundaban, sobre todo, los modelos intermedios, con todo tipo de arrendamientos, aparcerías y cesiones enfitéuticas, y éstas, a su vez, de muy diversos tipos. Los derechos de tipo señorial formaban parte, aunque en variable extremo, de los ingresos típicamente nobiliarios y, normalmente, eran mucho más sustanciosos allí donde afectaban a una parte de la cosecha. En Francia, se observa una tendencia acentuada desde 1770 a preservar y cobrar mejor los derechos señoriales, resultando incluso algunos caídos en desuso. La finalidad, aumentar la rentabilidad de los dominios señoriales, es evidente. No obedece a intereses nobiliarios: en su origen se encuentran nobles empobrecidos y otros de reciente origen burgués, pero también burgueses arrendatarios de los derechos señoriales de nobles asentistas; y no pocas veces, eran éstos los más intransigentes a la hora de exigir el pago a los campesinos. Sin embargo, no todos los derechos señoriales implicaban ingresos para los señores.

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A partir de aquí, ya no es posible ofrecer un cuadro homogéneo de la procedencia de los ingresos nobiliarios. Se encuentran salarios de oficios públicos, militares y eclesiásticos; rentas e intereses de deuda pública y de préstamos a particulares; alquileres de fincas urbanas, que a veces llegan a constituir una parte fundamental de los patrimonios nobiliarios; hay nobles que ejercen determinadas profesiones liberales. En definitiva, nada que no pudiera encontrarse en los patrimonios de otros grupos sociales. Pero había una serie de actividades, relacionadas fundamentalmente con el comercio y el trabajo manual o mecánico, tradicionalmente vetadas a los nobles. Meyer distingue tres amplias zonas de Europa al respecto. Europa del Sudeste, los prejuicios en este sentido eran muy frecuentes y se podía llegar a la pérdida de condición noble. En la Europa del Este la rigidez de los principios no se correspondía con una realidad mucho más permisiva, por la necesidad de subsistir de las noblezas populares, que habrían de ocuparse en todo tipo de tareas, y porque la alta nobleza asumía en sus dominios buena parte de las funciones teóricamente propias de la burguesía. Fueron nobles (una minoría entre los más poderosos) quienes impulsaron, además de otras industrias, la minería y las empresas metalúrgicas de los Urales, donde el burgués de origen campesino había fundado la primera gran industria. En la Europa del Noroeste no había, en principio, actividades económicas vetadas a la nobleza. Pese a todo, en países como suecia, la muy minoritaria nobleza estaba integrada fundamentalmente por cargos públicos, militares, marinos y propietarios de tierras. Nada se lo impedía, en efecto, pero, en la práctica, disponiendo de una asignación anual por parte de la familia, resultándoles fácil conseguir un oficio público o entrar en el ejército y la Iglesia, y pudiendo acceder a matrimonios ventajosos dentro de su grupo social, prácticamente ninguno se dedicó al comercio o ala industria. Por lo que respecta al área citada en primer lugar, habrá intentos, más o menos tímidos, más o menos decididos, por parte de gobiernos ilustrados y de intelectuales y escritores económicos por estimular la participación de la nobleza en actividades industriales y comerciales, arrinconando los viejos prejuicios. Pero los casos que suelen citarse no son reflejo precisamente de una situación generalizada. En Francia, la participación en el gran comercio de la nobleza no implicaba la dereogénace, pero todavía a mediados de siglo se defendía el ejercicio del comercio por los nobles, que provocó alguna réplica airada. Se oponía al aburguesamiento de la vieja nobleza. Pero la participación de la nobleza en actividades capitalistas estuvo mucho más extendida que España. Si no era nueva la participación nobiliaria, especialmente la radicada en ciudades portuarias, en el comercio marítimo y al por mayor, ahora se multiplicará e intensificará su presencia en las grandes compañías marítimas; hubo igualmente destacados nobles que impulsaron el desarrollo de industrias en sus señoríos, donde casi monopolizaban las empresas mineras y de fundición de hierro; e invirtieron una parte de sus capitales en compañías industriales por acciones. No escatimaron, pues, medios para extraer la mayor rentabilidad a sus fortunas. La enorme riqueza de la aristocracia posibilitaba un estilo de vida brillante y caracterizado por la ostentación y el boato, que llevó a más de una familia al borde de la ruina y que fue duramente criticado por quienes veían en el lujo un cáncer que iba destruyendo a la nobleza, atenta sólo a conseguir riquezas aunque fuera mediante alianzas anti−natura, y que, fomentado por el mismo monarca, la sometía a su poder, restándole independencia. Una de las manifestaciones de este estilo de vida era el mantenimiento de residencias suntuosas con un servicio doméstico numerosísimo. Tal grado de esplendor se limitaba a unos pocos, aunque sí era frecuente entre la nobleza la doble residencia, urbana y rural, que posibilitaba el retiro veraniego u otoñal a los que habitualmente vivían en el medio cortesano o urbano y el acceso a los entretenimientos ciudadanos a quienes residían en el medio rural. Mantenían un elevadísimo concepto de sí misma, rayano el orgullo; no renunciaba a reconocimientos y preeminencias y en el trato con los demás exigía deferencia e incluso sumisión. Sólo en algunos casos se permitía cierta actitud de campechanía y superficial confianza de quien se sabe incontestablemente superior. Se iba extendiendo paulatinamente la educación y cada vez quedaba menos del noble rudo de los siglos anteriores, pero sólo los estratos más elevados tenían acceso a la cultura superior, bien por medio de instructores privados, por su asistencia a costosos colegios de jesuitas, a la universidad o a los gimnasios nórdicos; y cuidaban igualmente la educación femenina, en la propia casa, en colegios especializados o en conventos que preparaban a la mujer para el papel que se esperaba cumpliera en la sociedad. Aumentó el número de nobles que poseían bibliotecas, así como el tamaño de éstas. En conjunto fueron los nobles ingleses, educados frecuentemente en las universidades de Cambridge y Oxford, los más cultos de Europa. Y, probablemente, los más cosmopolitas y aficionados a viajar por otros países. Y en todos ellos, una selecta minoría acudía periódicamente a las estaciones termales de moda, viajaba de una corte a 22

otra, se expresaba en francés y constituía algo así como una internacional aristocracia capaz de reconocerse y encontrarse a sí misma en los salones de cualquier capital europea. Todo ello confluía en la nobleza europea del siglo XVIII y continuaba ejerciendo una irresistible atracción sobre el resto de la sociedad y sobre sus elementos más destacados. Pero en la Europa occidental se había iniciado un proceso de cambio que se acentuaba progresivamente a lo largo del siglo y, sobre todo, en las últimas décadas. El desarrollo de la burocracia estatal y de los ejércitos regulares contribuyó a hacer la relación del noble con sus gobernantes cada vez más ambivalente. Los monarcas tendía a servirse de sus noblezas, pero tratando de neutralizarlas e insistían en la disminución de sus privilegios. Por su parte, la propia nobleza se cuestionó su origen, la justificación de sus privilegios y su papel político. Y en este contexto se elaboraron y difundieron teorías como la del conde de Boulanvilliers, que apelaba a la historia y una raza vencedora, de la que descendía la nobleza, para justificar los privilegios de sangre, o la del barón de Montesquieu, que veía a la nobleza como intermediaria y templadora del absolutismo monárquico y, por lo tanto, como defensoras del pueblo. Pero ciertos ilustrados, nobles también entre ellos, llevaron a cabo un ataque sistemático contra todo lo que significaba la nobleza, especialmente en el área suroccidental de Europa. Elegimos la dura crítica contenida en la Enciclopedia francés, enmarcada ofensiva contra todos los elementos esenciales de lo que después se denominará Antiguo Régimen. Lo que, no obstante, no implicaba necesariamente un pensamiento igualitario en sus autores, que en bastantes casos despreciaban al pueblo con idéntica o mayor fuerza que a los privilegios nobiliarios. La ambigüedad en cuanto a las funciones económicas de los distintos grupos sociales fue creciendo. Los burgueses ennoblecidos abandonarán menos decididamente que en los siglos anteriores los negocios que permitieron su ascenso. La necesidad de disponer de unos ingresos inmensos para poder llevar un modo de vida noble, y su búsqueda, sin renunciar a cualquier vía, contribuía a introducir una ambigüedad creciente en la visión tradicional del rol de los distintos grupos sociales y un germen de erosión de aquella sociedad. Se iba desarrollando un ideal social opuesto al viejo modelo nobiliario, que aprecia cada vez más al negociante, y que tendía a sustituir el valor, el orgullo de ser quien se es y la visión de la sociedad dividida en compartimentos prácticamente estancos aceptados por principio e incuestionablemente, por valores burgueses y que prefiguran una sociedad distinta. Aunque estos valores no se impusieron implacablemente ni la aristocracia se mostró incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos. EL CLERO El clero compartía con la nobleza su condición de estamento privilegiado y era reconocido, teórica y tradicionalmente, como el primero en rango y honor. Su capacidad de influencia en la sociedad seguirá siendo notable. Pero debido a la presión centralizadora de las monarquías absolutas, al ataque de los intelectuales ilustrados, a la creciente desacralización de la sociedad, a los efectos de ciertas disputas teológicas y, sobre todo, a la ruptura de su monopolio doctrinal por el avance de la tolerancia, no traspasará incólume las fronteras del siglo. El clero europeo del siglo XVIII era muy heterogéneo. Había enormes diferencias entre el mundo católico y el protestante, por un lado; entre los distintos países de una misma confesión, por otro; y, finalmente, dentro del estamento de cada país. Sólo en el área católica se reconocía jurídicamente al clero como estamento privilegiado y a ella limitaremos nuestra exposición. Se trataba de un grupo bien definido, formado por individuos que libremente, guiados por la vocación, se integraban en él mediante un acto jurídico−canónico. En la práctica, las decisiones personales podían estar fuertemente condicionadas por elementos ajenos a toda clase de consideración religiosa, y el clero constituía una de las salidas naturales de la nobleza, una vida de acomodo o de ascenso social para muchos o el destino impuesto por algunos padres a sus hijas a quienes resultaba difícil concertar un matrimonio apropiado. Y no faltaban situaciones de cierta ambigüedad. Desde mucho antes del siglo XVIII se redujeron las exenciones fiscales eclesiásticas. Hubo, igualmente, un 23

esfuerzo por recortar los privilegios jurídicos, si no los de los eclesiásticos propiamente dichos, sí los de la Iglesia, restringiendo sustancialmente, por ejemplo, el derecho de asilo en los edificios sagrados. Se prosiguió en le camino hacia la nacionalización de la aplicación del Derecho canónico, reduciéndose al mínimo lasa apelaciones a Roma, mientras que la firma de concordatos entre Papado y Estados católicos otorgaba a los monarcas el nombramiento de un gran número de cargos y prebendas eclesiásticas, reduciendo de paso la corriente dineraria que afluía hacia Roma. Las riquezas eclesiásticas eran cuantiosas. Procedían sus ingresos de la percepción de diezmos, de los derechos de estola, es decir, del cobro de los distintos servicios prestados por los eclesiásticos; y, finalmente, de la explotación de un patrimonio raíz e inmobiliario acumulado durante siglos por viejas donaciones reales y continuas transferencias de propiedades por los fieles a título de limosnas, donaciones y fundaciones postmortem. Son cifras, sin embargo, sobrevaloradas, entre otras razones, porque suelen incluir los bienes de instituciones asistenciales o docentes y de otras paraeclesiasticas que no eran estrictamente religiosas o cuyas rentas no iban directamente a los eclesiásticos. Y no hay que olvidar que la práctica de la limosna consumía cuantiosos recursos de personas e instituciones eclesiásticas. Desde el punto de vista económico, la Iglesia no es más que una abstracción, ya que estaba constituida por multitud de unidades de muy distinto significado. El número de clérigos era mayor del que se precisaba para una adecuada asistencia religiosa de los fieles, debido a la existencia del clero regular y a la proliferación de prebendas, beneficios y capellanías, aunque siempre fue mucho menor que el denunciado por ilustrados y filósofos. Los efectivos del clero regular se mantuvieron estancados o descendieron a lo largo del siglo, pero en casi todos los países disminuyeron los del clero regular, sobre todo en la segunda mitad, ya que fue este sector el que concitó los principales ataques de los ilustrados. Su distribución geográfica era muy heterogénea. En cuanto al clero secular, se avanzó notablemente durante este siglo en la aspiración de la jerarquía de que cada comunidad tuviera su párroco. Pero aun quedaban aldeas sin párroco, mientras se daba una notable concentración de clérigos en las ciudades, dado el carácter urbano de las sedes episcopales y también por la atracción que la vida urbana ejercía entre clérigos absentistas. El clero regular tenía también una fuerte presencia urbana, especialmente las órdenes mendicantes y las renovadas de la Baja Edad Media o surgidas al hilo de la Reforma. Los monasterios rurales solían corresponder a las órdenes de origen más antiguo. Si dejamos aparte los miembros de la Curia papal y el Colegio Cardenalicio, altos aristócratas en su inmensa mayoría por su origen familiar, por el papel que desempeñaban en el seno de la Iglesia y por el tren de vida que les permitían sus inmensos recursos económicos, la cima de las jerarquías eclesiásticas nacionales correspondía a los arzobispos y obispos. Designados normalmente por los monarcas y confirmados posteriormente por Roma, su procedencia social era esencialmente aristocrática. Incluso había familias para las que determinadas sedes episcopales formaban casi parte de los bienes patrimoniales. Podría así recaer la elección en personas totalmente inapropiadas, pero no fue la norma. El propio sistema de acceso el episcopado solía implicar un periodo de preparación como grandes vicarios en las diócesis, lo que les daba una sólida experiencia al respecto. Los ingresos de los obispos podían ser elevadísimos aunque también los había de rentas modestas. Las monarquías modernas les habían despojado del poder temporal que tuvieron en la Edad Media y en el siglo XVIII se reducirá también el protagonismo político que, a título individual, continuaron ejerciendo algunos de ellos. Los retazos de poder temporal que les quedaban solían reducirse a señoríos territoriales, aunque a veces fueran importantes. Subsistirán, sin embargo, los principados eclesiásticos en el Imperio. No era raro que estos últimos, especialmente si el territorio era de cierta entidad, estuvieran más preocupados por los asuntos políticos de sus Estados que por los religiosos, que solían delegar abiertamente en sus subordinados. Por cierto, hubo entre ellos hombres muy dotados y que promovieron importantes reformas. Persistían también en otras partes viejos abusos. Es tópico recordar a este respecto, por ejemplo, que en 1764 24

residían habitualmente todavía 40 obispos en París y que hasta 1784 no se les obligó a residir en sus sedes. Pero se puede afirmar casi con seguridad que el tipo de obispo dominante en el siglo XVIII era el que se preocupaba por la correcta administración de su diócesis; que la visitaba con regularidad, personalmente o por medio de sus vicarios; que velaba por la moralidad de sus párrocos y la atención espiritual de los fieles y que tampoco desatendía los aspectos temporales, desembolsando cuantiosas cantidades en obras de caridad y beneficencia o en la promoción de proyectos económicos o urbanísticos que en nada desmerecían de los emprendidos por sus respectivos gobiernos. El siguiente escalón estaba integrado por los miembros del cabildo catedralicio. Sus obligaciones estaban ligadas al culto y administración de catedrales y diócesis. Sus rentas solían ser saneadas o abundantes, disfrutaban de una alta estima social y los cabildos constituían un buen camino para la promoción social a los obispados. Eran puestos codiciados, y donde había mayor variedad, solían ser ocupados mayoritariamente por miembros de la nobleza, especialmente tratándose de los cabildos más importantes. De formación similar o superior a la del resto de los clérigos, el nombramiento de los canónigos respondía a diversas tradiciones y su procedencia geográfica solía ser tanto más localista cuanto menos relevante fuera el cabildo considerado. La vida de los canónigos solía transcurrir apaciblemente y no faltaron en sus filas quienes se dedicaron al estudio y el ejercicio intelectual. En conjunto domina la impresión de un sector tradicionalista y conservador que se mostraba como celoso defensor de sus prerrogativas y tradiciones ante cualquier posible intento de restricción o reforma. El resto del clero secular constituía un abigarrado grupo de curas párrocos, beneficiados, prebendados de catedrales, colegiatas y parroquias, titulares de capellanías y otras fundaciones particulares Había, en primer lugar, variedad extrema en cuanto a su dotación económica, encontrándose desde párrocos con ingresos similares o superiores a los de ciertos clérigos, hasta clérigos que vivían en un grado próximo a la pobreza. La coedición sociodemográfica de las parroquias influía notablemente en ello. Sin embrago, es muy probable que, dentro de la variedad, la mayor parte de los párrocos tuviera una situación económica más que pasable, aunque muchos de ellos se sintieran maltratados por un reparto a todas luces injusto de las rentas eclesiásticas. El auténtico proletariado eclesiástico era el dedicado a la asistencia y culto menor de capillas catedralicias y otros templos suntuosos y, más aun, los titulares de capellanías pequeñas y ciertos ordenados sin cargo en expectativa, que se concentraban en las proximidades de la corte o en las ciudades donde radicaban los benéficos a que aspiraban y a quienes la necesidad podía llevar a ejercer las más variopintas y no siempre dignas tareas. Los intentos realizados para remediar esta situación no siempre fueron coronados por el éxito. Nombrados por muy diversos procedimientos, desde la nominación por autoridades eclesiásticas o civiles, hasta el patronato ejercido por algún laico, abundaban los procedentes de las capas sociales medias, tanto rurales como urbanas, junto con algunos miembros de la pequeña y aún mediana nobleza. Geográficamente, había un fuerte componente regional y diocesano, sin faltar excepciones notables, sobre todo en determinadas áreas urbanas, cuyo habitual radio amplio de atracción tendía a aumentarse por la escasez de vocaciones locales, dada la mayor incidencia del laicismo. El mandato tridentino que señalaba los seminarios como centros docentes para la formación del clero no había dado todos sus frutos, debido, esencialmente, a problemas económicos y de dotación. Así, junto a los sacerdotes de origen universitario los formados en seminarios y escuelas conventuales de Teología, siguieron existiendo los procedentes de escuelas locales de latinidad o que apenas habían realizado estudios. Durante el siglo XVIII, sin embargo, aumentó la preocupación, tanto en las autoridades eclesiásticas como en las civiles, por mejorar la formación del clero. Se aumentó el número de seminarios y se mejoró la enseñanza impartida en ellos. Y el nivel del clero fue, lógicamente, elevándose. Más frecuentemente, los curas párrocos proseguían su formación tras los estudios básicos, manteniendo bibliotecas personales más o menos nutridas cuya base estaba formada por libros de moral y espiritualidad y en la que podía haber ejemplares de las más diversas materias. Y el grado de cumplimiento de sus obligaciones se juzgaba mayoritariamente satisfactorio en las visitas a que eran sometidos periódicamente por sus superiores.

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Las relaciones con los fieles eran diversas en función de múltiples factores. Su grado de influencia en los parroquianos era mucho mayor en el mundo rural que en el urbano y era también en aquél donde el más estrecho contacto daba lugar a las situaciones más complejas e, incluso, contradictorias. El párroco rural tenía una dimensión rayana en lo coercitivo y otra más positiva, incluso con algún aspecto que participaba de ambas. Y fue en el mundo rural principalmente donde los gobiernos ilustrados de todos los países católicos trataron de instrumentalizar la figura del párroco, convirtiéndolo poco menos que en un funcionario. No faltaron los curas que colaboraron activamente con los proyectos gubernamentales o que, a título personal, trataron de introducir novedades económicas o sanitarias. El complejo clero regular, que hasta las primeras décadas del XVIII había vivido una etapa de esplendor y crecimiento, sufrió posteriormente unos años más críticos y fue el blanco preferido de los ataques ilustrados. Su elevado número, su condición de grupo sin utilidad social aparente y sus cuantiosas riquezas eran las principales razones que concitaron la enemiga de los gobernantes, incluidos los fervientemente religiosos. Incuestionable la primera, la segunda no puede suscribirse sin matizaciones, ya que casi todas las órdenes religiosas desarrollaban una labor caritativa cuya importancia no podía desconocerse; otras estaban dedicadas primordialmente a tareas asistenciales; y también era destacable la participación de los religiosos en la enseñanza. En cuanto al asunto de las riquezas, tan cierto era su gran volumen global como la existencia de enormes diferencias entre órdenes e incluso entre casas de una misma orden. Por otra parte, la independencia de las órdenes frente al Episcopado hacía que el apoyo de la jerarquía eclesiástica secular no siempre fuera incondicional. Y menudeaban las tensiones entre el clero parroquial y los regulares establecidos en las proximidades de sus parroquias por cuestiones de captación de fieles o, lo que es lo mismo, de limosnas, reparto de sufragios postmortem y grado de influencia y prestigio en la población. El origen de los religiosos era muy diverso. En las órdenes monásticas abundaban los miembros de las familias acomodadas y altas, y procedentes de un ámbito geográfico muy amplio, mientras que en las mendicantes su procedencia geográfica se circunscribía más concretamente al centro de su ubicación y su medio social predominante, las capas medias, tanto del mundo de los oficios como del campesinado. En cuanto a las órdenes femeninas, fueron las que menos deterioro experimentaron a lo largo del siglo. Aunque no solían contarse entre las más ricas, la exigencia de una dote para entrar en ellas concentraba el origen social de las monjas en las capas medias y altas; la estrecha concepción que no concebía alternativas válidas para aquellas mujeres al margen de matrimonio o convento contribuyó decisivamente a que se mantuvieran mejor que las órdenes masculinas. Pero fue el clero regular el más atacado por los gobiernos ilustrados. La creación en Francia de la Comisión de los Regulares, que trató de limitar determinados abusos y ordenó la agrupación de casas con corto número de religiosos, supresión de algunas, la confiscación de sus bienes y su transferencia a seminarios y centros educativos y estableció limitaciones de edad para la formulación de votos. Eran éstas medidas inscritas en el marco más amplio de la presión del centralismo ilustrado sobre la Iglesia, que en España, concretamente, con la cuestión del regalismo, mantuvo agitado todo el siglo XVIII; que alcanzó momentos de elevada tensión; que consiguió una de sus realizaciones más espectaculares con la imposición, por parte de los monarcas católicos, de la disolución de la Compañía de Jesús tras la previa expulsión de sus respectivos territorios; y cuya intensidad, en el caso del Imperio, alarmó tanto a Roma que el propio Papa, en una decisión sin precedentes, trató inútilmente de detener viajando a Viena para entrevistarse con el emperador José II. Se debe aludir aquí a las disputas internas, como metodismo o pietismo en el campo protestante, o los últimos coletazos del jansenismo en el católico; a los ataques de los intelectuales y al desarrollo del deísmo entre las capas ilustradas, así como el de asociaciones laicas vinculadas a estas actitudes; a la creciente tolerancia hacia otras confesiones, adoptada primero como actitud social por las elites cultas y que llegaron a plasmarse en medidas de gobierno; la propia Iglesia contribuyó a debilitar vínculos con gran parte de sus fieles al apostar por una religión más limpia de prácticas supersticiosas populares.

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Todo ello se tradujo en una pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad y un incremento del laicismo, manifestado, por ejemplo, en el descenso experimentado en limosnas, mandas y disposiciones testamentarias a favor de la Iglesia; por el creciente fraude en la recaudación de los diezmos; por la disminución en algunas áreas concretas de las vocaciones concretas de las vocaciones religiosas, o por la difusión de prácticas anticonceptivas, contrarias a las enseñanzas de la Iglesia. Pero las generalizaciones olvidan excepciones. En España la Iglesia conservaba casi intacta su capacidad de influencia en la masa, y lo demostraría con el importante papel desempeñado, apelando al espíritu de cruzada, en la movilización de la sociedad durante las guerras contra la Francia revolucionaria. En Polonia, la ausencia de un poder monárquico fuerte impidió el ataque sistemático a la Iglesia y al clero regular, que seguirá creciendo durante el siglo tanto en establecimientos como en número de religiosos. Formados en Roma muchos de sus elementos más destacados, llevaran a cabo, en mayor medida que el clero secular, una eficaz síntesis de la ilustración cristiana occidental y sus tradiciones autóctonas. Y consiguieron de esta forma articular un espíritu peculiar que cuando se produzca el reparto del país entre las potencias vecinas, será decisivo en el mantenimiento de su propia identidad nacional. LOS NO PRIVILEGIADOS Mientras comenzaba a erosionarse lentamente la posición de los estamentos privilegiados, el desarrollo de nuevos grupos y categorías socio−laborales al compás de la evolución económica acentuaba la complejidad estructural del resto de la sociedad. La nota más destacada fue el afianzamiento de una burguesía que, si aun no aspiraba ni estaba en condiciones de disputar el protagonismo social a la nobleza, sí se distanció definitivamente de la masa y caminaba hacia un futuro que terminó consagrando su dominio. La burguesía En su origen medieval, el término burgués designaba a los habitantes de los Burgos o ciudades y todavía en el siglo XVIII se encontraban múltiples huellas de este significado. Paulatinamente se fue extendiendo otro significado del término, referido a un grupo social que se ocupaba en ciertas actividades socio−económicas. Una fracción del Tercer Estado que, disfrutando de unos recursos económicos saneados, ejercía actividades mercantiles, financieras, industriales, liberales, o del funcionariado, o que vivía de las rentas de sus inversiones o administraba las de otros. El trabajo y el esfuerzo personal caracterizan en buena medida la actividad burguesa y están en la base de su patrimonio económico; un patrimonio que se ha adquirido, que se administra con ánimo de lucro, y que se concibe esencialmente como dinámico, esto es, basado en una constate y creciente acumulación. Sus límites son de difícil delineación. Su frontera inferior es forzosamente imprecisa y permeable, alcanzando, sin duda, a ciertos artesanos independientes o a pequeños comerciantes y tenderos. Y tampoco el límite superior estuvo siempre claro. Algunos de ellos fueron ennoblecidos y otros establecieron alianzas familiares con cualificados miembros de la nobleza su estilo de vida era plenamente nobiliario e incluso disfrutaban de algunos privilegios similares a los de la nobleza. Terminó configurándose, pues, como un grupo a medio camino entre la burguesía y la nobleza propiamente dichas. Entre ambos extremos, el grueso del grupo cubría una amplia gama de actividades. Se señala como este siglo consagró el triunfo de la figura más tradicional de la burguesía, la del mercader o gran comerciante; vio desarrollarse otras, como la de banquero e industrial, destinadas a gozar de un brillante porvenir; y asistió, finalmente, al fortalecimiento, numérico y en términos de influencia y estima social, de las capas medias urbanas. Los banqueros eran hombres no relacionados, en principio, con las finanzas del estado, sino dedicados a la conversión de su propio dinero y del de sus clientes, y que simultaneaban sus inversiones en los más diversos ámbitos, multiplicando las posibilidades de ganancias y tratando de minimizar los riesgos. La diversificación 27

de inversiones se hizo habitual en una minoría que, procedente del mundo del gran comercio, estaba cada vez mejor formada y preparada técnicamente, con un bagaje de conocimientos adquiridos en la práctica cotidiana del negocio, de la mano del padre u otro familiar, y en viajes al extranjero, en visitas a las propias sucursales o a otros comerciantes vinculados económica y personalmente a la familia. Prácticamente ningún campo de la actividad económica quedaba fuera de su alcance. En cuanto al manufacturero o industrial, este tipo de empresario se irá configurando a finales de siglo, principalmente en Inglaterra. Procedentes mayoritariamente de las capas medias del campesinado, del artesanado o del comercio, protagonizaron en algunas ocasiones ascensos rápidos, aunque la gran mayoría continuaría durante toda su vida como pequeños empresarios, es decir, a lo sumo, mejorando levemente su condición social. Pero esta figura será más propia del siglo XIX que del XVIII, por más que ahora algunos de sus representantes dieran el salto a las elites urbanas. La burguesía non estuvo ausente del mundo rural pero fue, sobre todo, en las ciudades y en Europa occidental donde alcanzó su máximo desarrollo, aunque su presencia y significación numérica, económica y social fuera distinta según los países. Pese a todo, en países como Rusia hubo un esfuerzo por parte de sus soberanos por tratar de impulsar su desarrollo y el crecimiento experimentado durante el siglo por parte de las ciudades de la Europa central y oriental hubo de estar vinculado en mayor o menor medida al desarrollo de la burguesía comercial. En Europa occidental había todavía países, como España, en que el peso social de la burguesía no dejó de ser relativo, estando compuesta en su mayoría por profesionales liberales y funcionarios, y limitándose los principales focos de la burguesía económica a las ciudades portuarias y a Madrid, siendo Cataluña el único polo notable de crecimiento de una burguesía manufacturera aún incapaz, sin embargo, de competir con los comerciantes. Pero en las grandes ciudades la larga tradición de predominio burgués continuó en incluso se reforzó en este siglo y su elite, evolucionada a un patriciado exclusivista y defensor de sus privilegios, controlaba celosamente el poder. En Inglaterra, los grupos burgueses, fortalecidos ya en el siglo XVII, se encontraba integrados en el régimen desde la revolución de 1688; la permeabilidad social en la isla era más un tópico que una realidad, pero, al menos, se puede decir que la burguesía caminaba socialmente junto a la aristocracia y la gentry y dejaba oír su voz en la Cámara de los Comunes. Algo todavía lejano en el Continente, por más que su fuerza fuera ya grande en algunas de las ciudades más importantes. En Francia, las posibilidades de plena integración socio−política eran más limitadas que en Inglaterra. En correspondencia con la heterogeneidad del grupo, los niveles de sus fortunas eran muy variados. Allí donde la burguesía contaba con una sólida tradición de predominio, sus patrimonios solían ser los más importantes del conjunto social. Eran más frecuentes los burgueses con fortunas de tipo medio. Y en conjunto, sus patrimonios se situaban aún por debajo de los nobiliarios, sobre todo si comparamos las cúspides de ambos grupos. Su nivel de vida era acorde a su saneada situación económica. La tendencia a la equiparación con la nobleza era acorde a su saneada situación económica. La tendencia a la equiparación con la nobleza era frecuente entre la alta burguesía. Pero, en líneas generales, era la decencia y la comodidad, el buen gusto con algún detalle de lujo, la abundancia sin derroche, en definitiva, el disfrute de la vida con mesura, discreción y equilibrio lo que solía caracterizar la vida burguesa, en la que el consuma ejercía un papel cada vez más importante. Fue en las ciudades con capas medias más nutridas donde mayor desarrollo experimentaron tiendas y comercios variados; ir de compras se convirtió en una actividad social de buen tono y la moda tuvo una influencia creciente en la vida social y económica. Los entretenimientos ocupaban un lugar destacado en la vida burguesa, como los cafés que, desde que aparecieron el en último tercio del siglo anterior, habían proliferado en las ciudades más importantes, convirtiéndose en lugares de cita obligada para la buena sociedad de la época. La explotación comercial del ocio iba asentándose y alcanzando cada vez mayor entidad económica. Y se hizo extensiva también, entre otras manifestaciones, a la música. Junto con el más tradicional teatro. Y fueron los burgueses los mejores clientes de los fabricantes de instrumentos de música y los principales suscriptores de las publicaciones periódicas musicales que abundaron en casi todos los países. Definitivamente, la música había dejado de ser patrimonio casi exclusivo de príncipes y aristócratas. 28

Sintieron gran preocupación por la cultura. Buena parte de los ilustrados, intelectuales y científicos de la época fueron de extracción burguesa y fueron miembros de este grupo los principales destinatarios de su producción y los suscriptores de la prensa, de la misma forma que participaban en salones, clubes y sociedades. Los planteamientos, valores e ideales burgueses fueron impregnados paulatinamente la sociedad. Unido a su triunfo político superior, y especialmente a lo ocurrido durante la Revolución Francesa, puede evocar la idea de una burguesía con fuerte conciencia de clase en pugna con la nobleza por arrebatarle su puesto dirigente en la sociedad. La mayor parte de los burgueses del siglo XVIII no concebía otro sistema social que el conocido y del que formaban parte y sólo aspiraba a conseguir reconocimiento y, a ser posible, ennoblecimiento. Quien pudo, compró cargos o enlazó matrimonialmente con la nobleza. Y, de forma más general, los burgueses invertían una parte de sus beneficios en tierras, tanto por paliar los inevitables riesgos emparejados a la práctica del comercio, cuanto por el superior prestigio social que aún conservaba dicha inversión, llegando incluso a abandonar la actividad que les proporcionó su primitiva riqueza. Hasta en la sociedad inglesa era el modo de vida noble, el modelo que todos, comerciantes, industriales o coloniales afortunados trataban de imitar, aportando incluso detalles extravagantes. El campesinado y el mundo rural En los países más desarrollados, sobre todo en Inglaterra, se había iniciado ya el descenso de la población campesina. Pero ésta seguía constituyendo el grupo más numerosos de la sociedad. Su situación social, muy variada, por la subsistencia del régimen señorial. Se denominan señoríos aquellas demarcaciones territoriales sobre las que su titular, que mantenía una compleja situación con respecto a la propiedad de la tierra, disfrutaba de distintas prerrogativas jurisdiccionales, gubernativas o vasalláticas en virtud de las cuales estaba facultado para percibir una serie de prestaciones de diverso tipo de sus habitantes y colonos. El río Elba señalaba una divisoria en Europa desde este punto de vista. Al Este, las pervivencias abiertamente feudales eran mucho más acusadas y la evolución en los primeros siglos de la Edad Moderna, opuesta por muy diversas causas a la experimentada en Occidente, había llevado a la mayoría de los campesinos a la segunda servidumbre. En Rusia aumentó notablemente el número de siervos a los largo del siglo XVIII, debido a la expansión territorial en época de catalina II, mientras se agravaba su situación, aproximándose a la esclavitud, ya que no sólo les estuvo vedada la libertad de movimientos, sino que los señores podían infligirles azotes y otros castigos físicos, venderlos con la tierra, desterrarlos a Liberia para castigar intentos de rebeldía o transferirlos de una tierra a otra, perdiendo, pues, los posibles derechos a la tierra que cultivaban en el escaso tiempo que no debían trabajar para el señor. En los demás territorios puede decirse que en general, abundaban los grandes dominios señoriales, en cuyas amplias reservas debían trabajar gratuitamente los campesinos varios días a la semana, quienes tenían a su cargo el cuidado de caminos y obras públicas y podían sufrir otras limitaciones jurídicas, no pudiendo emigrar, contraer matrimonio ni emprender tareas artesanales sin permiso del señor. Los señores ejercían un intenso control sobre la comunidad rural, con amplias facultades en materia de administración de justicia, gobierno y orden público y tenían a su cargo la ejecución de las levas militares. En la Europa Occidental el régimen señorial estaba mucho más erosionado o prácticamente había desaparecido. Apenas quedaban ya algunas bolsas de servidumbre que, además, se redujeron o suavizaron en el transcurso del siglo. También las facultades señoriales de administración de justicia se habían limitado, asumiendo los monarcas la jurisdicción criminal y limitando la jurisdicción civil a las primeras instancias, pudiendo los vasallos apelar a la justicia real. Continuaban percibiendo determinados tributos y contribuciones de cuantía muy variable y cuya naturaleza, en ocasiones, había hecho muy confusa el paso del tiempo; algunos habían nacido para sustituir prestaciones personales de las que aún quedaban algo más que restos en Estados como Baviera o Sajonia, y que en otras zonas se limitaba a momentos extraordinarios. Podían disfrutar de una serie de monopolios muy discutidos por los campesinos, que afectaban a aspectos tales como 29

la utilización de pastos, explotación de bosques, caza y pesca y al control del comercio y de la industria rural. En cuanto a la propiedad y control del suelo, no había uniformidad. En amplias zonas conservaban los señores el dominio eminente del territorio señorial, si bien el dominio útil había sido cedido en formas diversas a los campesinos, quienes, pese a no tener la plena propiedad, podían, a su vez, transmitir, vender o ceder las tenencias, siempre que se hiciera frente al pago del censo y demás derechos señoriales. Las viejas reservas de control dominical habían evolucionado hasta convertirse, de hecho, en simples propiedades en cuya explotación ya no intervenía la mano de obra servil. Había otras zonas en las que el paso del tiempo había disuelto en la práctica los derechos señoriales sobre la tierra y sus facultades eran meramente jurisdiccionales y/o vasalláticas. La combinación de las diversas posibles facultades señoriales daba lugar a situaciones concretas enormemente variadas, incluso dentro de un mismo país, que iban desde aquellos señoríos jurisdiccionales en los que el poder del señor se limitaba al cobro de una ínfima cantidad anual en reconocimiento del señor y al nombramiento indirecto de ciertos cargos municipales, hasta aquellos en que ejercía todas o gran parte de las funciones anteriormente enumeradas, percibiendo, además, algún derecho en especie proporcional a la cosecha. Y la frecuente práctica de arrendar la percepción de determinados tributos contribuía a hacerlos más gravosos. Al margen de la situación legal de sus miembros, la sociedad rural presentaba profundas diferencias económicas, determinadas por la estructura de la propiedad y el tamaño de las explotaciones. Y las diferencias económicas se reflejaban en todos los ámbitos de la vida, desde la capacidad de influencia en las instituciones municipales hasta el tamaño y calidad de la casa y su equipamiento, pasando, entre otras cosas, por la diferente actitud ante el trabajo asalariado y el servicio doméstico. La tendencia secular al aumento de los precios agrarios benefició, sobre todo, a quienes habitualmente obtenían excedentes para el mercado y, de hecho, en buena parte desde Europa occidental se observan mejoras en cantidad y calidad en vestidos y menaje de bastantes hogares campesinos, lo que tuvo sus indudables repercusiones en el desarrollo de las actividades de transformación. Pero en todas partes, y especialmente donde no hubo transformaciones cualitativas en la agricultura, la amenaza de degradación social para muchos campesinos medianos y, sobre todo, pequeños era constante. Con el producto de la cosecha debían cubrir, en primer lugar, los gastos de reproducción simple, necesarios para la continuidad de la empresa agraria y hacer frente al pago del diezmo eclesiástico, a la fiscalidad estatal y quizás municipal, a los derechos señoriales y al pago de la renta, cualquiera que fuera su fórmula concreta. Los todavía bajos rendimientos de la tierra en amplias zonas de Europa, la cambiante climatología y las correspondientes fluctuaciones de la cosecha hacían que los beneficios netos fueran habitualmente cortos para gran parte del campesinado. Muchos cultivadores disponían de un pequeño excedente que vender en años de buenas cosechas, con lo que sus ingresos nunca eran llamativos, pero su producción les resultaba insuficiente en años de escasez y hasta incluso en algunos normales, debiendo comprar grano cuando los precios eran muy altos, de ahí la importancia del aprovechamientos comunales, y la doble necesidad de completar recursos e ingresos y reducir gastos. La introducción de nuevos cultivos, pero más para ahuyentar el fantasma del hambre que mejorando sensiblemente su nivel económico; incluso en algún caso límite el efecto llegó a suponer a medio y largo plazo la depauperación general. El capítulo de las detracciones no permaneció estable. De forma generalizada tendieron a crecer la presión fiscal, las cargas señoriales en algún destacado caso, y la renta de la tierra, fuera ésta del tipo aparcería o arrendamiento a corto plazo, cada vez más generalizado. Bastaban unos años de cosecha un poco menos abundante para que hicieran su aparición las dificultades, que con cierta frecuencia se solventaban con el recurso de la deuda y no fueron pocos los casos en que terminaron convirtiéndose en deudores perpetuos si o llegaron a la pérdida del control de la propiedad o tenencia de la tierra y su paso a manos de los propietario, incrementándose el número de jornaleros. 30

Hubo una buena `proporción del campesinado para la que el siglo XVIII no supuso en modo alguno una mejora sustancial de su situación. Y por lo que respecta a los jornaleros, entraban casi de lleno en la miseria con una ocupación muchas veces solo estacional, y con unos salarios nominales que crecían muy despacio y muy por debajo de la inflación general de los precios. El caso francés se ajusta en líneas generales a cuanto se acaba de referir, apenas se produjo renovación en el campo y la mayor parte de los agricultores vivía en el marco de estructuras profundamente tradicionales. En Inglaterra, la evolución del campesinado se vio muy condicionada por el avance de la gran propiedad, su concentración y la extensión de los enclosures (cercamientos). La imposibilidad de hacer frente a los gastos de los cercamientos y la pérdida de los aprovechamientos comunales llevó a convertirse en simples arrendatarios o incluso en asalariados a muchos de los que habían sido solo propietarios y en jornaleros sin tierra a los squatters. Las medidas que algunos gobiernos ilustrados tomaron para mejorar la agricultura favorecieron, ante todo, a los grandes propietarios. En España, la abolición de la tasa de los cereales en 1765 acentuó el desequilibrio entre quienes producían excedentes y los que no, mejorando sensiblemente los beneficios de los perceptores de diezmos y rentas. Con los repartos en arrendamientos de bienes comunales impulsados entre 1766 y 1770 hubo bastantes casos en los que se consiguió dotar de tierras a algunos de los más humildes de la población rural. Del artesano al obrero El progreso de la industrialización llevó consigo un generalizad, aunque desigual aumento de la población artesanal y obrera, acompañado en ciertos casos de importantes cambios, tanto en las formas y condiciones de trabajo como en el estatus y nivel de vida del trabajador. En la Europa del este el fenómeno, además, estuvo ligado, en parte, a la servidumbre. El desarrollo de las manufacturas se produjo no pocas veces en el marco del dominio señorial y, junto a hombres libres asalariados, fueron empleados en ellas siervos que pagaban su corvea de esta forma. En Rusia aparecen también siervos de otros dominios, autorizados al desplazamiento por su señor, quien percibía por ello una parte de su salario, y cierto tipo de campesinos, a quienes las autoridades, para potenciar el desarrollo industrial, fijaban a una determinada manufactura, condonándoles a cambio sus obligaciones fiscales. En la Europa occidental y en líneas generales el Setecientos trajo para una parte del artesanado una pérdida de independencia. En gran parte de las ciudades la reglamentación general gremial trataba de garantizar y proteger dicha independencia. Pero non siempre resultó eficaz. Y bastaba el más mínimo resquicio o vacío en la normativa para que los agremiados más poderosos terminaran imponiendo sus condiciones al resto del artesanado que, al no poder resistir la competencia, se vio arrastrado a la proletarización. La tendencia a la dependencia fue mucho mayor cuando no existía la reglamentación gremial. La referencia al mundo rural, donde hubo una gran difusión de las actividades industriales. En Inglaterra, donde las pervivencias gremiales estaban más desvaídas que en el Continente. Siguieron dominando numéricamente en la isla los trabajadores que desarrollaban su tarea en el pequeño taller. La tendencia fue la de ir haciendo una sola categoría, la de l9s proletarios que, una vez perdido el estatus y la seguridad que habían tenido sus antecesores,continuaban trabajando en su casa, pero frecuentemente con el telar alquilado y a las órdenes de un agente de una fábrica o tal vez, de algún intermediario. Los cambios fundamentales fueron los introducidos por las empresas concentradas, en las que reinaban unas condiciones laborales distintas a las imperantes hasta entonces en el taller artesanal, fuera éste urbano, o, más aún, rural. En el taller no solía haber otra medida del tiempo que los fenómenos naturales, imperaba normalmente la flexibilidad en la dedicación y se trabajaba en pequeñas unidades y muchas veces al aire libre. El contraste con el nuevo modelo de trabajo organizado era patente y hasta brutal para quien procediera del 31

ámbito anterior: sometimiento a una rígida disciplina en la que las máquinas, progresivamente, terminaron imponiendo su ritmo, concentración en espacios cerrados, promiscuidad, horarios que no pocas veces sobrepasaban las doce horas por jornada No desapareció por completo la costumbre de que los salarios incluyeran una parte en especie o determinadas prestaciones pero, poco a poco, tendieron a generalizarse los salarios en metálico como la forma dominante de retribución del trabajo. Eran salarios establecidos de distintas formas y por diversos tiempos, pagados casi siempre muy irregularmente y en cuya fijación fueron imponiéndose implacablemente las leyes del mercado. Y la posibilidad que en ocasiones tenían los obreros de abastecerse en almacenes de la empresa a cuenta del salario no era sino una forma de endeudarse con los patronos a cambio de unos productos de ínfima calidad y caros. Los salarios bajos se justificaban no sólo para abaratar y hacer más competitivos los precios de los productos, sino también para mantener al obrero en una necesidad continua de trabajo, y así hacerlo más laborioso, más reglamentado en sus costumbres, más sometido a sus voluntades (de los empresarios), y menos propenso a la reivindicación y la asociación. Incapaces de imponer incrementos paulatinos, la inflación del siglo se tradujo, al igual que ocurría con los jornaleros agrarios, en un descenso paulatino de su capacidad adquisitiva. La ocupación preferente de las mujeres era el sector textil y oficios similares, pero también realizaron trabajos mucho más pesados. En cuanto al trabajo infantil, nunca se había empleado tanto ni en tan penosas condiciones como ahora. Cambiaron por completo las condiciones del aprendizaje, reguladas en el sistema tradicional por un contrato y por estatutos de la corporación. No había ahora normas de obligado cumplimiento, lo que permitió la explotación más despiadada de los niños. La gratuidad de la enseñanza entrañaba para las aprendizas el compromisote trabajar varios años para el patrón sin compensación económica alguna. Hubo también una degradación del hábitat obrero y se acrecentó la segregación urbana, acentuándose cada vez más los contrastes entre los barrios ricos y lis barrios pobres. Hartwell habla de la liberación de la opresiva sociedad rural, siempre dominada por el pasado y donde las jerarquías solían estar mucho más marcadas e imperaba el caciquismo de las mayores posibilidades de independencia para la mujer; de los nuevos horizontes de asociación laboral y político Las condiciones de vida de algunos secretores de las capas obreras eran, ciertamente, muy duras. El hacinamiento y el trabajo infantil, la segregación urbana y la opresión, la explotación económica y la pobreza no surgieron al hilo de la industrialización: estaban ya en el mundo preindustrial. La incapacidad física, la pérdida del vigor por la edad o la enfermedad, la muerte de alguno de los esposos, un invierno de frío más intenso que de costumbre, una etapa de pan demasiado caro, una crisis más o menos prolongada, contingencias todas que estaban más en el horizonte de lo probable que en el de lo meramente posible, podían desencadenar el proceso que terminaba por debajo del plano cero, debiendo depender de la beneficencia institucional o religiosa o de la limosna privada. El problema se presenta con más fuerza en las ciudades mayores. Lógicamente, se solía traducir en unas cotas de criminalidad más elevadas que en le medio rural. Cambió la visión que se tenía de la pobreza y la mendicidad. En la visión de la vida y la sociedad, los criterios económicos fueron ganando terreno a los estrictamente religiosos, el mendigo pasó a convertirse en una plaga que se debía combatir. Había que ayudar a los pobres auténticos, a los que ocasional o permanentemente, no podían ganarse el sustento. Pero había que proporcionar trabajo a los que pudieran hacerlo, por lo que en muchas ciudades surgieron centros de acogida −fracasarían muchos de ellos− en los que se enseñaba un oficio; en la práctica, lo que se organizó fue una explotación económica despiadada de aquellos desgraciados y en más de una ocasión terminaron trabajando en los nuevos establecimientos industriales sin apenas salario. La conflictividad social

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Había suficientes planos de tensión como para que los conflictos no estallaran. Y abundantemente, aunque en cualquier caso, de forma más atenuada que en el siglo anterior. Hubo revueltas campesinas, que en algunos casos adquirieron especial gravedad; protestas de pequeños consumidores, rurales y urbanos; de los nuevos trabajadores industriales; y, por otra parte, complejos movimientos urbanos y que con frecuencia presentaban claras connotaciones políticas. En el mundo rural había un marcado contraste entre la Europa del Este y la occidental. En la Europa oriental las revueltas campesinas estaban relacionadas con la servidumbre y llegaron a adquirir caracteres de rebelión abierta. En Europa occidental hubo tensiones constantes que no solían dar lugar a estallidos violentos. Fueron a este respecto típicas las fricciones entre arrendatarios y propietarios, que dieron lugar a frecuentes enfrentamientos personalizados, resistencias pasivas y recursos a los tribunales ordinarios; otro tanto puede decirse con respecto al ago de los diezmos y de ciertos derechos señoriales. Las revueltas campesinas fueron más esporádicas y atenuadas y adquirieron formas y motivaciones distintas según los países. El siglo XVIII fue desde este punto de vista relativamente tranquilo y solo se pueden registrar agitaciones de pequeños campesinos que no producían suficiente para su consumo y debían comprar un cereal cada vez más caro en los clásicos motines de subsistencia. La explicación de esta relativa calma reside en la mejora económica experimentada por el sector más destacado de los agricultores, lo que les llevó a relegar de los problemas de fondo a un segundo plano mientras duró aquélla. En Francia e Inglaterra, donde la economía industrial había alcanzado mayor grado de desarrollo, la protesta de los trabajadores industriales comenzó a cobrar cierto relieve. Desaparecidos o limitado al alcance de los gremios, hubo jornaleros que comenzaron a agruparse en asociaciones ilegales que animaron a huelgas, casi siempre acompañadas de violencia, como respuesta al descenso de salarios, las jornadas excesivamente largas, la contratación de extranjeros o, ya a finales de siglo y en ocasiones, contra la introducción de máquinas que reducían las necesidades de mano de obra. No obstante, eran más frecuentes y característicos del siglo XVIII, incluso en las zonas más industrializadas, los motines de subsistencia. Podían prender tanto en el medio rural como en las ciudades; más raramente en las capitales políticas. Constituían la forma de protesta más habitual de los pequeños consumidores contra la carestía de pan, el alimento básico. La tipología social de sus protagonistas, dentro de su característica común de pequeños consumidores, era amplísima. Y así, cunado el precio del pan subía hasta hacerse casi inalcanzable para muchos, la ira popular estallaba en forma de motín contra las figuras clave del mercado y se asaltaban tiendas, saqueando las reservas, destruyéndolas en algunos casos y, si se contaba con cierto grado de organización, llegando a establecer una tasación justa del precio del pan. Las turbulencias urbanas, nada raras en la mayoría de los países, solían ser de naturaleza más compleja. Podía haber problemas de abastecimiento en sus orígenes, pero también presentaron tintes xenófobos o religiosos; adquirían muchas veces connotaciones políticas, si no estaban ya en su raíz, y podía deberse a la inspiración de grupos e intereses ajenos a la multitud. Ejemplo es el bando de Esquilache. No hubo, pues, una sola forma de protesta en el siglo XVIII, en correspondencia con la diversidad de problemas y causas que las motivaron y el medio social en le que se produjeron. Pero si se exceptúan los casos de Europa oriental y algunos de la centro−oriental, de corte más primitivo, se pueden destacar ciertos elementos comunes a las revueltas de Europa occidental, que constituyen los rasgos característicos de la protesta en la sociedad de transición o preindustrial. No solían iniciarlos los más desheredados, aunque éstos aportaran y contribuyeran a ampliarlos; eran iniciados más bien por quienes se encontraba en la clásica situación de equilibrio inestable y temían caer en la pobreza. Se trataba de manifestaciones con un alto grado de espontaneidad y un escaso nivel de organización; los elementos en quienes recaía el castigo solía ser los que mayor actividad habían desplegado. Y cuando había un líder reconocido no era raro que perteneciera a un grupo social superior. Eran actos de violencia, pero casi siempre dirigidos contra la propiedad y no contra las 33

personas. Y solían mostrar una elevada selectividad en cuanto a los objetos propuestos. La ideología popular constaría de dos elementos: el denominado inherente, constituido por el cuerpo tradicional de ideas y actitudes procedentes de la memoria colectiva, y el derivado, integrado por las ideas transferidas por otros grupos sociales por diversas vías; el segundo podía superponerse al primero, lo influía e, incluso, contribuía a conformarlo. Así, las formas más elementales y espontáneas de protesta respondían al impulso básico del sistema ideológico inherente y sus objetivos solían ser muy simples y sencillos, estando cifrados en lo que se consideraba restauración de la justicia. En las protestas más organizadas había una mayor influencia de elementos ideológicos derivados, lo que explicaría la frecuente tendencia conservadora que solía latir en ellas. Sería la Revolución Francesa la que dotaría a la protesta popular de una más profunda dimensión política. La asimilación y elaboración de aquéllos terminaría dotando al pueblo de sus propias ideas políticas. Finalmente, el lento influjo de la revolución industrial y de las asociaciones obreras de alcance nacional aportarían otros elementos: huelga, proletariados, reivindicaciones concretas pero esto se produjo con el siglo XIX ya bastante entrado. BIBLIOGRAFIA: J.J. IGLESIAS RODRIGUEZ y otros: Manual de Historia Universal 5. siglos XVI y XVII. Madrid, Historia 16 1995 Capitulos: VII y VIII de la primera parte pag 79−115, VI y VII de la segunda pag 155−173 M. MARTÍN GALÁN: Capitulo III de la segunda parte, del volumen 6 (siglo XVIII) pag 73−116

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